El tema de la prueba ilícita no es fácil. De entrada, exige un estudio comparativo con Estados Unidos y otros países, requiere conocer etapas de sus jurisprudencias, entender los casos, las tradiciones jurídicas que hay detrás. Corre uno el riesgo de perderse dado que la regla de exclusión (no admisibilidad de la prueba ilícita) tiene tantas excepciones, o ha sido tan cuestionada, que a veces se duda si es norma o excepción.
Pero es un tema apasionante. O al menos para mí, pues vincula dos temas que me gustan: las teorías sobre la democracia, y el proceso judicial.
De fondo el tema de la ilicitud de la prueba rebasa la codificación procesal. No es, en puridad, un asunto realmente técnico, sirve como un ejemplo perfecto para evidenciar como un juicio es un medio, no solo para resolver (componer, dirían los clásicos) el litigio, sino para alcanzar ciertos valores o fines democráticos.
Existen dos maneras de abordar la razón de la ilicitud: la primera, muy americana, radica en reconocer que no se trata de un mandato constitucional sino una creación pretoriana, cuya finalidad es disuadir a la policía de cometer actos ilegales. La otra manera, más cercana al constitucionalismo garantista, parte de considerar que los derechos humanos no pueden ser violentados en la búsqueda de la verdad real.
Si es que asumimos que dentro del proceso puede conocerse la verdad real. O, siquiera, que esta existe y es cognoscible.
Esta confrontación entre fines constitucionales o jurisprudenciales ha generado un vaivén interpretativo en cortes como la americana, dado que la asombrosa variedad de casos que la vida ofrece presenta un reto para el que es difícil establecer una regla de exclusión completa y justa en todos los casos.
El sentido profundo de esto se vincula, me parece, con la propia indeterminación de la democracia. No solo en su sentido electoral (quién ganará) sino en la compleja aplicación de sus valores en los casos concretos: igualdad y libertad, derechos y multiculturalidad, seguridad e intimidad.
Ahora bien, es cierto que no es lo mismo tener por objetivo desalentar a la policía, o a las autoridades en general, para evitar que violen la ley, que estimar la absoluta inviolabilidad de los derechos fundamentales; el primer supuesto podrá convencernos de que hay casos permisibles cuando el efecto disuasorio sea imposible, mientras que el segundo puede llevarnos, me parece, o a la absoluta negación de las excepciones, o a la ponderación de los principios en choque para decidir, como hacen en Alemania, cuándo es factible admitir una prueba obtenida de forma ilegal y cuándo no.
Al diseñar un código, o definir una línea jurisprudencial, no es correcta una visión mecanicista del derecho. No deja de ser un instrumento para regular la sociedad por medio del poder, y de esta forma, siempre estará nutrido por visiones ideológicas que, como en este caso, se nos cuelan hasta los juicios particulares.