Por siglos, el hombre ha hablado de la importancia de la paz. Y también por siglos, el hombre ha hecho la guerra, con el alto costo humano de ello, cuando las diferencias aparentemente son irreconciliables entre dos grupos. Una de las maneras más civilizadas para evitar la guerra es la impartición de justicia, cuya aspiración final es dirimir los conflictos de los enfrentados y decidir a quién le asiste la razón. Con ello, siempre se ha pretendido que los involucrados alcancen una solución a sus diferencias sin violencia, sin coacción, sin enfrentamientos, sin sangre, de forma civilizada.
Desde siempre se ha intentado combatir la ley del más fuerte y sustituirla por la ley de la razón, de los argumentos, del diálogo, y por la visión de justicia de los encargados de impartirla. El código Hammurabi, considerado el primer vestigio de un código civil y penal de un colectivo humano, está fechado 1700 años antes de nuestra era, es decir, se calcula que tiene 3,723 años de antigüedad, y antes de ello, los expertos han concluido que eran los sacerdotes quienes impartían justicia, haciendo funciones de jueces, dirimiendo las controversias de las personas.
Muchos años han pasado desde entonces, y diversos sistemas de justicia han evolucionado con el tiempo para llegar a los que rigen actualmente en las sociedades del mundo.
La justicia, escrita, oral o en una mezcla de ambos mecanismos, siempre busca, aspira, a ser pronta, expedita, inmediata y de calidad, atendiendo por encima de todo a la dignidad humana y luchando por ser un verdadero freno a la escalada de violencia de quienes reclaman justicia, que sucede cuando un conflicto no es atendido debidamente en sus etapas iniciales, y que el peligroso ascenso de la violencia entre los enfrentados puede terminar con la muerte de ambos, incluyendo a quienes les rodean, generalmente familiares y amigos.
Esto no es nuevo. Tenemos millones de ejemplos en la historia universal, así como en la historia internacional, nacional, local, y personal, de reiterados casos que confirman lo anterior. El ejemplo más claro, contundente, dramático, violento y sanguinario es el lamentable y triste capítulo de nuestra historia moderna conocido como Segunda Guerra Mundial. Casi 80 años han pasado desde el final de las hostilidades de la guerra más terrible que ha vivido jamás la humanidad, que terminó solo con la rendición de los alemanes en mayo de 1945 y la de los japoneses ante la amenaza de extinción de la especie, a la luz de una poderosísima arma de destrucción masiva, que nadie veía ni conocía, y de la que nadie suponía sus devastadores efectos.
Bastaron dos explosiones de la entonces desconocida bomba atómica en suelos de Hiroshima y Nagazaki en agosto de ese mismo año, para que el telón final sobre la guerra cayera definitivamente ante el horror y conmoción del mundo entero por el poder aniquilador y daño jamás visto de un arma de destrucción masiva.
La respuesta de la humanidad para que jamás volviera a repetirse fue la consolidación de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), una especie de club de la amistad gigante y mundial, donde se resolvería cualquier problema futuro entre las naciones y donde se evitaría que los países hicieran la guerra, pues ahí resolverían sus diferencias. Se consideró una excelente idea, pues a todos quedó claro que una guerra más sería la última que el humano viviría, antes de que fuese el propio humano el destructor voluntario de su entorno y de su propia especie. Pero por incongruente que parezca, los países paralelamente comenzaron una carrera contra reloj por ver quien lograba tener en sus defensas nacionales armas nucleares de destrucción masiva, nadie quería quedarse atrás con la posibilidad de extinguir, de ser necesario, a sus adversarios.
Una vez más vemos cómo en la historia de la humanidad la fuerza del más fuerte sigue siendo importante, vital, trascendente en la vida de las naciones, a pesar de que hemos luchado por resolver las diferencias mediante el diálogo, a pesar de insistir en dirimir civilizadamente nuestros conflictos. A pesar de ello, hoy en día, además de Estados Unidos de Norteamérica, se agregan a la lista de países con arsenal nuclear, Rusia, China, Francia, Reino Unido, Pakistán, India, Israel y Corea del Norte, y los aires de guerra soplan fuerte sobre Europa con el actual enfrentamiento de Rusia con Ucrania.
Desde la ONU se ha firmado un pacto global con todos sus miembros: no basta querer la paz, debemos fortalecer la convivencia, basado en el respeto, la tolerancia, la empatía, así como promover el ejercicio de procesos positivos, dinámicos, participativos, donde se busque a toda costa promover el diálogo y solucionar los conflictos con un espíritu de entendimiento y cooperación mutuos.
Ese discurso, bonito, hermoso, fácil de entender, es más difícil de lograr de lo que uno imagina. Los enfrentados, lo primero que rompen es el diálogo, o al menos el diálogo positivo y constructivo. Ello ha propiciado el surgimiento de expertos en resolución de conflictos, quienes usando precisamente técnicas de comunicación y otras herramientas, intentan alcanzar acuerdos, facilitando la comunicación entre quienes sólo desean destruirse. La convivencia respetuosa es el primer paso para detectar y desactivar cualquier conflicto, el cual no debería surgir si todos tuviéramos una preparación en nuestras capacidades de escuchar, reconocer, respetar y tolerar a los demás.
Solo han pasado 80 años del terror de la Segunda Guerra Mundial y pareciera que nadie lo recuerda, incluso se discute si el holocausto realmente existió. Si usted concentra sus esfuerzos en una sana convivencia, el resultado natural de ello será la paz. Es ahí donde adquiere sentido la frase que todos conocemos, pero nadie aplica sobre el respeto al derecho ajeno. Convivir en paz implica erradicar la violencia, la forma de expresarse y herir a los demás. ¿Cuándo empezamos?