Máquina del tiempo

UNA TAZA DE LETRAS

La Máquina del Tiempo

“Mi mesa empezó a llenarse. De café y de libros, de aromas y letras. Me sentía como Alonso Quijano, cercado de volúmenes que se abrían como puertas. ‘El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho’, recordé que decía Cervantes, y esa frase se convirtió en consigna.”

Nunca había estado en Estrasburgo. Llegué por azar, huyendo del bullicio de París, buscando una pausa, una ciudad que me ofreciera silencio sin soledad. Caminaba por sus calles adoquinadas, con la arquitectura medieval respirándome encima, cuando una pequeña tienda con vitrinas de madera clara y un letrero discreto que decía “Café Littéraire” capturó mi atención. Entré con la simple intención de tomar un café. Pero lo que encontré fue una emboscada de palabras.

Apenas crucé el umbral, me envolvió un aroma a tinta fresca, papel nuevo, madera antigua… y espresso. Era como si los libros respiraran, como si cada página abierta susurrara secretos de siglos. Me acerqué al mostrador y pedí un café negro. Mientras esperaba, avancé hacia el interior del local: estanterías que llegaban casi al techo, libros en francés, en español, en inglés, apilados en mesas, en esquinas, en cestas, en columnas casi arquitectónicas. Sentí que había entrado en el vientre de una biblioteca que vendía sueños calientes en taza.

Me senté en una mesa junto a una ventana. La mesera, una joven de ojos claros y andar ligero, me dejó el café con una sonrisa.

—Hoy es el Día Internacional del Libro—me dijo. Todos tienen descuento. Y si consume, puede leer lo que guste, el tiempo que desee.

No supe si darle las gracias o llorar de emoción. Tomé el primer libro al alcance: Cien años de soledad. Y apenas leí la primera línea, una oleada de nostalgia me sacudió: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía recordaría aquella tarde lejana en que su padre lo llevó a descubrir el hielo”.

Lo cerré suavemente, con el cuidado de quien acaricia un secreto, y tomé otro. Pedro Páramo, de Juan Rulfo: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”Y luego otro. La Ilíada, en una edición ilustrada, pesada como un escudo antiguo: “Canta, oh diosa, la cólera del Pélida Aquiles”.

Mi mesa empezó a llenarse. De café y de libros, de aromas y letras. Me sentía como Alonso Quijano, cercado de volúmenes que se abrían como puertas. El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho”, recordé que decía Cervantes, y esa frase se convirtió en consigna.  Pasaron las horas sin que yo las contara. En un rincón encontré a Shakespeare, y me topé con Hamlet: “Ser o no ser, esa es la cuestión”. Le respondí en silencio que sí, que quería ser todo lo que esos libros ofrecían: guerra, amor, locura, belleza.

Recuerdo haber leído a Garcilaso de la Vega: “En tanto que de rosa y azucena se muestra la color en vuestro gesto”, y sentí que ese gesto era el de la mesera, que me traía sin hacer ruido otro café, sabiendo que no me iría pronto.  Encontré a Octavio Paz hablando de soledad como si me conociera: “La soledad es el fondo último de la condición humana”. Y me estremecí porque, rodeado de libros, no me sentía solo, sino acompañado por fantasmas sabios.

Tomé un cuaderno de notas y comencé a registrar frases como un botánico recoge hojas raras. J. W, von Goethe retumbó en mi mente con voz firme: “Porque mi alma no puede ser devuelta, yo la regalo”. Me detuve un momento, pensando en cuántas veces yo también había querido regalar la mía para entender el mundo.  Marguerite Duras apareció con su verbo denso: “Escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiéramos”. Me reí solo. Escribía sin saber qué buscaba, como si dejar testimonio de esas frases me anclara a la vida.

Samuel Vazquez me dio una advertencia: “El tiempo no pasa: somos nosotros los que pasamos”. Y como si sus palabras fueran un conjuro, miré por la ventana y me di cuenta: el sol caía. El cielo, que al llegar era azul claro, ahora estaba teñido de oro y fuego.

¡Cuántas horas habían pasado! Me sentía exhausto y exaltado, como un explorador que, en lugar de selvas, atraviesa páginas. Había algo embriagador en esa libertad de leer sin prisa, sin costo, sin juicio. Era como una misa secreta. Como Sor Juana escribió: “Yo no estudio por saber más, sino por ignorar menos”.

La mesera volvió. Esta vez no traía café, sino una sonrisa cansada.

—Vamos a cerrar en media hora —me dijo.

Asentí con gratitud. Sabía que había vivido algo especial. Me levanté y caminé entre los estantes como si recorriera un bosque mágico. Compré tres libros, aunque quería veinte.

“Apunté otras frases más en mi libreta, como un ladrón de fuego. Cuando salí, el aire de Estrasburgo me pareció más denso, más lleno. El eco de todas esas voces le daba peso a mis pasos.”

Apunté otras frases más en mi libreta, como un ladrón de fuego. Cuando salí, el aire de Estrasburgo me pareció más denso, más lleno. El eco de todas esas voces le daba peso a mis pasos. En la esquina me detuve, miré atrás, y supe que ese café literario se quedaría en mí más tiempo que cualquier torre, río o iglesia.

No había conocido la ciudad a través de sus calles, sino a través de sus letras.  Desde entonces, en el dia del libro, siempre busco un café, de preferencia con venta de libros, donde me encuentre, para volver a regalarle a mi imaginación, la oportunidad de combinar el aroma de las páginas con las hojas de los libros, y evocar de inmediato ese viaje inolvidable.

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