A casi diez años de su creación, el Sistema Nacional Anticorrupción (SNA) es hoy un monumento a la contradicción: un diseño institucional robusto, víctima del abandono político y presupuestal. Concebido en 2015 como un modelo innovador de coordinación entre los tres órdenes de gobierno, su propósito era prevenir, detectar y sancionar la corrupción. Sin embargo, el discurso de “cero tolerancia” que marcó el sexenio anterior se tradujo en austeridad selectiva y una desarticulación deliberada del sistema.
La administración 2018-2024 redujo en más de 11% el presupuesto de las instituciones que integran el SNA. La Secretaría Ejecutiva sufrió un recorte del 40%; el INAI, del 25%; y la Fiscalía Especializada en Combate a la Corrupción operó con subejercicios de hasta 50%. A la par, se dejaron sin nombrar 18 magistrados anticorrupción y más de 270 vacantes estatales permanecieron abiertas.
El resultado: un sistema sin músculo para ejecutar su mandato y un país donde nueve de cada diez delitos quedan impunes.
El gobierno de López Obrador prometió ahorrar un billón de pesos anuales combatiendo la corrupción; en la práctica, debilitó a las instituciones encargadas de fiscalizarlo. Lo que se presentó como “austeridad republicana” terminó siendo una austeridad punitiva contra la rendición de cuentas. ¿y el ahorro?
El SNA tampoco escapó de errores de origen. Sus recomendaciones no son vinculantes, su Comité Ciudadano carece de poder real, y no existen mecanismos sólidos de protección a denunciantes. Los sistemas de compras públicas, epicentro de la corrupción, permanecen fuera de su alcance. A esto se suma una capacitación deficiente: uno de cada cinco servidores públicos carece de formación anticorrupción.
El resultado es un entramado institucional que depende más de la buena voluntad de los gobiernos que de la fuerza de la ley.
El cambio de gobierno en 2024 abre una ventana de oportunidad, pero también el riesgo de repetir la historia. La creación de la Secretaría Anticorrupción y Buen Gobierno y el nombramiento de Raquel Buenrostro son señales alentadoras; sin embargo, los gestos no bastan. El reto es pasar del rediseño administrativo a la acción efectiva: recuperar el presupuesto perdido, completar designaciones, fortalecer la Plataforma Digital Nacional y dotar al SNA de facultades coercitivas.
La tentación centralizadora -como la posible absorción del INAI por la nueva secretaría- amenaza con diluir la autonomía que da sentido al sistema. Sin transparencia independiente, la lucha anticorrupción no será más que una narrativa de conveniencia.
El costo de la corrupción no solo se mide en dinero; se mide en confianza, justicia y oportunidades perdidas. México no necesita más discursos ni organismos renombrados: necesita instituciones blindadas del vaivén político, con recursos suficientes y consecuencias reales para quien viola la ley.
El SNA sigue siendo una buena idea secuestrada por la inercia y el cálculo político. La pregunta no es si el país puede tener un sistema anticorrupción funcional, sino si existe voluntad para hacerlo posible.
Los casos recientes de huachicol fiscal, así como las acusaciones por corrupción que alcanzan a figuras políticas como Adán Augusto López y Gerardo Fernández Noroña, constituyen más que escándalos mediáticos: son una prueba dorada para el Sistema Nacional Anticorrupción. No solo ponen a prueba su existencia operativa, sino su relevancia histórica.
Durante años, el discurso anticorrupción ha sido utilizado como herramienta electoral, no como política pública. Hoy, ante evidencias de evasión fiscal organizada y presunta corrupción desde el poder, el país tiene la oportunidad -y la obligación- de transformar la indignación ciudadana en institucionalidad efectiva.
Si el SNA logra actuar con independencia, transparencia y consecuencias reales frente a estos casos, podrá revertir la narrativa del descrédito y consolidarse como un estandarte de eficiencia, justicia y confianza social. De lo contrario, volverá a confirmar que en México la ley sigue siendo un arma de uso selectivo.
La corrupción política y fiscal no solo roba dinero; roba legitimidad, destruye la moral pública y erosiona el pacto social. Cada caso impune es una señal de debilidad estatal; cada sanción ejemplar, una oportunidad de reconstrucción institucional.
El huachicol fiscal, la corrupción política y la impunidad selectiva son los tres frentes que deben convertir al SNA en lo que alguna vez se prometió: un sistema que no tema sancionar, que priorice la ética pública y que demuestre que la legalidad puede -y debe- tener impacto social.
El tiempo de las promesas terminó; la corrupción ya no necesita diagnósticos, sino castigos.








