Son variadas las relaciones entre conflicto y constitución, desde el propio hecho de que la segunda es un producto del primero, pero que a la vez se supone que lo elimina en buena medida. Estas relaciones están marcadas por una tensión constante, un repelerse pero necesitarse que impide su eliminación mutua pero también su armonización.
Una constitución tiene el reto de regular la sociedad a futuro, sobre la base de lo que consideran relevante quienes la elaboran. Estos fabricantes constitucionales, que justamente lo son en virtud de un conflicto, lo mismo una revolución, un cambio de régimen o la independencia de su país, se ven en la apremiante necesidad de resolver temas tales como la forma de estado, los derechos fundamentales, mecanismos de defensa de la ciudadanía frente al poder, modelo económico, etc.
Pero dado que las generaciones pasan y los problemas cambian, las ideologías mutan y lo que era cierto y deseable, se vuelve vago y rechazado. Todo esto debe procesarse con el texto constitucional hecho por otras generaciones.
¿Cómo encauzar el conflicto? ¿Cómo permitir el cambio? Y más aún, ¿hasta dónde permitirlo? Esto puedo ejemplificarlo con un caso, hoy olvidado y en su momento poco considerado, pero que debió tomarse con la mayor seriedad.
En 2012 un movimiento estudiantil denominado “Yo soy 132” o también “Somos más de 131” propuso la realización de un congreso constituyente. Por medio de una convocatoria circulada en YouTube, plantearon la necesidad de sustituir la Constitución actual por otra que atendiera los problemas de la desigualdad.
La reacción a esta propuesta, cuando la hubo, fue simplemente desautorizarla sobre bases tan pobres como “ya existe un mecanismo de reforma” o “no pueden convocar a un congreso constituyente”. Respuestas deficientes porque se quedan en la formalidad, meros ecos de los abogados porfiristas y huertistas como Jorge Vera Estañol que dijeron lo mismo por referencia al Congreso Constituyente de 1916-1917.
El constitucionalismo no puede, no debe, responder con formalidades a los retos. Un jurista está obligado a ver en los problemas políticos y sociales un reto a encuadrar y atender desde una concepción no formal sino sustancial, a no evadir ni el debate ni el conflicto, sino incluso a evidenciarlo, a mostrar sus aristas, a fin de generar una discusión de fondo en la que se ofrezcan distintas opciones de atención.
Constitución es conflicto, no evasión del mismo. Desde inicio y mientras exista, debe verse como la forma de gestionar pacíficamente las diferencias sin pretender eliminar la pluralidad. Lo mismo en los tribunales que en los parlamentos o en las calles, en un marco de diálogo que implica el respeto por los otros y sus razones.