“Los derechos humanos son un conjunto de facultades, prerrogativas, libertades y pretensiones dado que se recogen varios de los elementos propuestos por los principales exponentes de las diversas propuestas nominales aludidas.”
Una de las definiciones que ubica la acepción de derechos humanos por encima de su concepción en normas jurídicas y recoge varios de los elementos que comparten los diversos copartícipes del fenómeno de la diversidad nominal, la postuló el egregio maestro Salcedo Flores al exponer que, por tratarse de un concepto jurídico complejo para el que la Ley resulta insuficiente, los derechos humanos “son el conjunto de facultades, prerrogativas, libertades y pretensiones de carácter civil, político, económico, social y cultural que corresponden al ser humano por su dignidad de persona sin que sea necesario que se los reconozca un acto público legislativo o judicial”.[1] Análogamente, en el presente trabajo se adopta y se hace propio el concepto propuesto por Salcedo Flores, puesto que tiene implicaciones profundas y posee una amplitud aceptable.
En primer lugar, se estima adecuada la consideración de que los derechos humanos son un conjunto de facultades, prerrogativas, libertades y pretensiones dado que se recogen varios de los elementos propuestos por los principales exponentes de las diversas propuestas nominales aludidas.
Igualmente, en coincidencia con autores como Mendoza, se reconoce que, en el concepto acogido, los seres humanos pueden tener, o no, conocimiento de los derechos inherentes a su condición, sin que esto menoscabe su pleno disfrute.[2] Por lo tanto, es posible que algunos de estos derechos deban ser reivindicados por medio de la intervención de instancias judiciales que tengan la potestad de restituir derechos menoscabados, mientras que otros derechos resultan naturales y pueden ser invocados en primera persona, tal como es el caso del derecho a la intimidad.
Una implicación severa de elegir este concepto de derechos humanos es la producción de un debate sobre la admisibilidad, a la categoría en cuestión, de los conceptos que pretenden ser elevados a la condición de derechos humanos, pero que demandan, necesariamente, del reconocimiento de la Ley para su implementación, por ejemplo, el derecho humano al internet. En este caso, aquellos deberían ser descartados de esta clasificación, a causa de que se ha demostrado, con multiplicidad de respaldos, que un derecho humano auténtico no requiere del reconocimiento legal para su legitimación.
La postura jurídica, y también filosófica, de elevar a derecho humano lo que es inherente en el individuo, fomenta una concepción naturalista, apoyada esta en “su carácter social y su libertad, de suerte que los únicos recortes que admiten en la libertad son los que resultan de tener que compaginar las libertades de todos en el seno de la convivencia social”.[3] Bajo esta óptica, los derechos humanos se convierten en la convergencia de libertades individuales, independientemente de que sean o no reguladas por cualquier ordenamiento.
Cuando se acude al concepto de naturaleza, los derechos humanos resultan vigorizados, firmemente asentados en un pilar inconmovible; contando, por supuesto, con esas dos propiedades, razón y voluntad y bien común, que le vienen, justamente, de la racionalidad de que todo lo humano está constitutivamente impregnado. Así se desprende de la doctrina tomista: los derechos naturales del hombre se fundan en la naturaleza humana y son humanos en cuanto que están informados por la racionalidad.[4]
“Los derechos naturales del hombre se fundan en la naturaleza humana y son humanos en cuanto que están informados por la racionalidad.”
Para la visión naturalista, el concepto ofrecido por el maestro Salcedo Flores establece la vinculación necesaria de los derechos humanos con su condición como tales de todas las personas, por lo que no es posible desligar, de ninguna manera, los derechos humanos de un ser que ostente dicha condición. Así, por regla general, no se requiere la intervención de ninguna instancia judicial, o de cualquier clase, para hacer valer los derechos humanos, sino, exclusivamente, para su eventual reivindicación.
Desde el punto de vista contrario en el espectro jurídico, la perspectiva positivista propone que los derechos humanos deben, para su interpretación y ejercicio, permearse y aplicarse con justificación en la norma jurídica de mayor jerarquía, es decir, la Constitución, y así su exegesis debe quedar supeditada a las reglas básicas y generales de todo el sistema jurídico, con el propósito de que la persona goce de las facultades necesarias para exigir una determinada conducta de la autoridad. Con tal tenor “es a partir del siglo XIX que la positivización se considera una condición esencial para la existencia de los derechos con eficacia social, sin que se conciba una implantación de ellos al margen de la positivación; todos los textos constitucionales (expresión de un poder político democrático que interioriza las pretensiones morales justificadas como valores o principios políticos), recogen como Derecho positivo a los derechos humanos, que se desarrollan, se aplican y se garantizan por otras formas de producción normativa, como la Ley y la jurisprudencia.”[5]
Con aquello expuesto, dígase que generar normas jurídicas escritas en torno a los derechos humanos es una herramienta útil para su tutela y sistematización, misma de la que vale la pena auxiliarse para la reivindicación y el ejercicio de dichos derechos, pero bajo ningún concepto es admisible la concepción de que sólo con su reconocimiento por la Ley, estos derechos pueden tener presencia en la esfera jurídica de los particulares. El preámbulo de la Convención Americana de Derechos Humanos y la Declaración Universal de Derechos Humanos, prevén que estos no se vinculan con la persona por ser nacional de un Estado, de modo que no es preciso que exista ningún acto público en cada Nación que los reconozca, pues estos no tienen un contexto de lugar o tiempo para ser aplicados, por motivo de que su existencia y plena vigencia deben existir sin importar las características de la sociedad o del Estado en el que se encuentren los individuos.[6]
Las perspectivas de interpretación analizadas sirven para fijar a la postura naturalista y el reconocimiento de esta como la que personalmente estimo adecuada, haciéndose evidente la desvinculación de la persona y el Estado. Por lo tanto, se reconoce, como ancla inamovible de la doctrina de los derechos humanos, la naturaleza humana, condición inherente y que otorga a las personas el disfrute de todos sus derechos sin necesidad de encontrarse en un lugar o momento determinados.
“Se reconoce, como ancla inamovible de la doctrina de los derechos humanos, la naturaleza humana, condición inherente y que otorga a las personas el disfrute de todos sus derechos sin necesidad de encontrarse en un lugar o momento determinados.”
“La naturaleza que es causa de [estos] derecho[s], es la misma en todas partes para [todas las personas]”.[7] Pero, por otro lado, el reconocimiento estatal es una ventaja para fortalecer el cumplimiento de las disposiciones en materia de derechos humanos por lo que no debería existir limitante alguna para su implementación, dado que es impermisible que cualquier factor externo incida en que los derechos humanos encuentren o dejen de encontrar plena vigencia.[8] Aunado a ello, es de vital importancia comprender que lo expuesto sobre la tutela internacional de los derechos humanos es entendiendo como un sistema creado con la intención de facilitar el reconocimiento esbozado, siendo la positivización un método eficiente para la implementación del imperio de estos derechos, pero no un elemento esencial para su existencia. Así, con los organismos, los instrumentos y los procedimientos internacionales, o sin ellos, no se condiciona la existencia de los derechos humanos y su vigencia.
[1] Antonio Salcedo Flores. La insuficiencia de la ley para la solución de problemáticas jurídicas complejas en nuestro país. México, Porrúa, 2013, p. 48.
[2] Cfr. Antonio de Jesús Mendoza Mejía. “El derecho y los derechos humanos”. Revista Podium Notarial, año IV, núm. 38, enero de 2005, México, pp. 2-8.
[3] Jesús García López. Escritos de antropología filosófica. Una investigación sobre Tomás de Aquino. Tomo I. Pamplona, España, Ediciones Universidad de Navarra, 2006, p. 180.
[4] Jesús García y Ángel González. Tomás de Aquino, maestro del orden. Madrid, Cincel, 1985, p. 952.
[5] María Teresa Guzmán Robledo. “Los derechos humanos y su interpretación, un acercamiento”. Instituto de Investigación y Capacitación de Derechos Humanos. Jalisco, México, 2017, p. 26.
[6] Mendoza Mejía, Op. cit., p. 3.
[7] Tomás de Aquino. In Ethicorum V, lect. 12, núm. 1018.
[8] Cfr. Pedro Nikken. El concepto de derechos humanos. La Habana, Cuba, Instituto Interamericano de Derechos Humanos,1994, p. 17.