El Anuario de la Corrupción 2025, elaborado por Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad, confirma una verdad incómoda: México no ha logrado romper el ciclo de impunidad que alimenta la corrupción estructural. A pesar del relevo político, los mecanismos siguen siendo los mismos; los nombres cambian, pero las prácticas se reciclan. Los 51 casos documentados en el informe revelan que la corrupción no es una anomalía, sino un componente sistémico del ejercicio del poder, especialmente en la contratación pública, donde convergen discrecionalidad, intereses y debilidad institucional.
El problema no es la falta de leyes ni de diagnósticos. El país cuenta con un Sistema Nacional Anticorrupción, múltiples órganos internos de control y una arquitectura legal sofisticada. Pero la práctica cotidiana los reduce a mecanismos de cumplimiento formal sin impacto sustantivo. Se publican lineamientos, declaraciones y portales de transparencia que generan apariencia de control, pero detrás de ellos prevalece la parálisis operativa. La estructura burocrática se protege a sí misma, y la falta de coordinación entre los actores del sistema impide una respuesta integral. En México, la inacción sigue siendo más segura que la denuncia.
La contratación pública se mantiene como el epicentro de riesgo. Buena parte de los casos que integran el Anuario tienen su origen en adquisiciones directas injustificadas, sobreprecios y conflictos de interés. La vigilancia se ejerce tarde, cuando el daño ya está consumado. Las auditorías se enfocan en revisar lo ocurrido, no en prevenirlo. Los procesos siguen siendo manuales, opacos y fragmentados, lo que facilita la manipulación y dificulta el control. Así, la corrupción no es solo un fallo ético: es un problema de diseño institucional y de gobernanza tecnológica.
En este contexto, el compliance público podría representar una oportunidad para revertir la tendencia, pero todavía se encuentra en etapa embrionaria. El sector público confunde cumplir con un formato con cumplir con la ley. El verdadero cumplimiento implica mapear riesgos, establecer controles internos automatizados, crear alertas tempranas y vincular la evaluación de desempeño con la integridad de los procesos. El enfoque de cumplimiento debe ser preventivo, basado en datos y con supervisión independiente. Sin embargo, esto requiere una estructura que trascienda el discurso y se apoye en tecnología y profesionalización.
La digitalización, por sí sola, tampoco garantiza transparencia. México ha avanzado en la creación de portales de datos abiertos y plataformas electrónicas de compra, pero la mayoría son catálogos estáticos de documentos, no sistemas vivos de rendición de cuentas. La verdadera innovación radica en la trazabilidad total: que cada contrato, proveedor y servidor público estén interconectados en tiempo real; que las desviaciones se detecten automáticamente; que las auditorías se activen por algoritmos y no por presiones políticas. La tecnología no sustituye la integridad, pero puede blindarla si se utiliza con gobernanza y voluntad política.
El punto de inflexión radica en el patrocinio. Ningún sistema anticorrupción funciona sin respaldo político, financiero y simbólico desde la cúspide del poder. Las experiencias de países como Singapur o Estonia demuestran que el éxito proviene de convertir el combate a la corrupción en una política de Estado, no en una herramienta de legitimación. En México, la lucha anticorrupción se ha usado como bandera moral, pero rara vez como política pública con presupuesto, métricas y consecuencias. Los funcionarios que intentan impulsar sistemas de cumplimiento o auditorías automatizadas suelen hacerlo sin recursos y con resistencia institucional.
La salida no está en crear más organismos, sino en empoderar a los existentes. Dotar de recursos reales a las auditorías, fortalecer los órganos de control interno, y sobre todo, integrar la tecnología en la arquitectura del control. Pero eso no puede lograrse sin una decisión política firme. El compliance público, apoyado en herramientas tecnológicas y con independencia funcional, podría convertirse en el cimiento de una nueva cultura de integridad. No basta con denunciar; hay que construir infraestructura institucional.
El Anuario de la Corrupción 2025 no solo exhibe casos; exhibe un patrón: el fracaso de la política anticorrupción basada en la moral y la voluntad. Si México desea romper el ciclo, debe pasar del discurso a la estructura, de la transparencia simbólica a la transparencia operativa, y de la indignación a la acción. Solo cuando el Estado apueste con decisión, recursos y liderazgo por una infraestructura de integridad —sustentada en tecnología y cumplimiento real— podrá decir que ha dejado atrás la era de la impunidad y comenzado a construir la de la responsabilidad.