Un país donde combatir la corrupción puede costar la vida
La muerte del alcalde Carlos Manzo, asesinado tras denunciar redes de contrabando y corrupción fiscal, expone la pregunta más incómoda de nuestro tiempo: ¿Qué tan efectivo es el combate a la corrupción en un país donde hacerlo puede ser una sentencia de muerte?
México enfrenta una corrupción funcional, no accidental. El asesinato de Manzo no fue un hecho aislado, sino una consecuencia lógica de un sistema que integra al crimen organizado con estructuras políticas, fiscales y administrativas.
Cuando un funcionario intenta romper esa simbiosis, se convierte en amenaza para ambas partes: para los criminales que pierden impunidad y para los servidores públicos que de ella se benefician.
Durante años, el discurso oficial ha intentado separar el combate a la corrupción del combate a la delincuencia organizada. En la práctica, son la misma batalla. La corrupción es la infraestructura invisible que permite al crimen operar con previsibilidad, protección y rentabilidad.
Los cárteles no sobreviven por su poder de fuego, sino por su capacidad para comprar decisiones, neutralizar auditorías y cooptar instituciones. El huachicol -ya sea energético o fiscal-, la defraudación aduanera, el tráfico de drogas y el lavado de dinero se sostienen gracias a redes institucionales que lubrican la ilegalidad con actos de corrupción perfectamente burocratizados.
Donde hay contrabando, hay funcionarios que firmaron permisos; donde hay lavado, hay notarios, bancos y registros que validaron operaciones; donde hay impunidad, hay fiscales que prefirieron callar.
El llamado huachicol fiscal -el uso de factureras, créditos ilegales de IVA y simulación de operaciones- no es un delito “blanco” ni sofisticado: es corrupción económica de cuello blanco, estructuralmente conectada con la delincuencia organizada. En los últimos años, miles de millones de pesos se evadieron mediante esquemas diseñados desde dentro de las propias instituciones tributarias, con servidores públicos, asesores y despachos que construyeron la ingeniería legal para disfrazar el saqueo. ¿A poco Hacienda no se dio cuenta que el IEPS iba a la baja? ¿A poco Pemex no se dio cuenta que las gasolineras estaban comprando menos y vendiendo más? ¿a poco la UIF no vio operaciones inusuales con empresas de nueva creación y vinculadas entre sí? ¿a poco Aduanas no supo distinguir gasolina de aceite?
Este modelo reproduce la lógica del narcotráfico: intermediarios, operadores financieros, rutas, blanqueo y protección política. La diferencia es que el huachicol fiscal no necesita violencia visible; su arma es la complicidad y su campo de batalla son los despachos y las oficinas públicas.
El resultado: una economía paralela que compite con la formalidad, drena recursos fiscales y financia redes criminales con apariencia de legalidad.
El caso de Carlos Manzo -como los de alcaldes, periodistas y funcionarios asesinados por denunciar corrupción- es un espejo brutal: el sistema no castiga al corrupto, castiga al que denuncia. Su muerte demuestra que el combate a la corrupción no es un problema técnico, sino un riesgo político y vital. En México, desafiar la corrupción implica desafiar al mismo tiempo al Estado y al crimen, porque ambos comparten intereses materiales y simbólicos.
Esto explica por qué las tasas de impunidad superan el 94%, por qué la Fiscalía General carece de autonomía real y por qué el Sistema Nacional Anticorrupción no logra incidir en el corazón del problema: la alianza operativa entre poder político y poder criminal.
El término “corrupción sistémica” no es retórico. Significa que la corrupción:
- Está institucionalizada: opera a través de procesos, sellos y oficios oficiales.
- Es funcional: beneficia tanto al burócrata como al criminal.
- Es autorreproductiva: se protege mediante impunidad y violencia selectiva.
Así, contrabando, drogas, armas y evasión fiscal no son fenómenos aislados: son síntomas de un mismo sistema económico-político paralelo. El crimen organizado no sólo infiltra al Estado, sino que lo utiliza como socio, proveedor y legitimador.
Cada indicador que pretende medir la efectividad del combate a la corrupción -ya sea el Índice de Transparencia Internacional, las auditorías federales o los reportes de impunidad- está directamente correlacionado con la expansión del crimen organizado. Allí donde la corrupción aumenta, la delincuencia se fortalece; donde el crimen se diversifica, el aparato público se adapta para servirle.
El país se encuentra atrapado en un equilibrio perverso:
- Si el gobierno actúa, pone en riesgo la estabilidad de redes que sostienen la recaudación y la política local.
- Si no actúa, la corrupción continúa siendo el pegamento que mantiene la gobernabilidad informal.
El combate a la corrupción en México no requiere más leyes, sino rediseñar el sistema de incentivos:
- Integrar inteligencia financiera con justicia penal, para seguir el dinero, no solo el delito.
- Despolitizar fiscalías y aduanas, rompiendo los feudos locales de impunidad.
- Blindar a denunciantes y alcaldes: proteger la integridad física y laboral de quienes se atreven a exponer redes criminales.
- Construir transparencia patrimonial obligatoria, no voluntaria.
Mientras los costos de ser honesto sigan siendo más altos que los de ser corrupto, ningún indicador de efectividad mejorará.
En México, la efectividad del combate a la corrupción se mide por la expansión de la delincuencia organizada, no por los informes oficiales. Cada kilómetro de ducto robado, cada empresa extorsionada, cada factura falsa, cada periodista o alcalde asesinado es un indicador social de fracaso institucional.
El combate a la corrupción no es claro porque no existe voluntad real para enfrentarlo; no es voluntario porque la estructura de poder depende de él; y no es efectivo porque las mismas instituciones encargadas de combatirlo lo reproducen.
Hasta que la honestidad deje de ser un acto heroico y se convierta en una práctica segura, México no podrá hablar de un verdadero Estado de derecho.
La pregunta no es si hay corrupción, sino cuánto más estamos dispuestos a tolerarla como parte del orden cotidiano, porque mientras la corrupción sea funcional al poder, el crimen será funcional al Estado.








