La historia reciente de México nos deja una amarga reflexión: ¿qué pasa cuando alguien se atreve a denunciar la corrupción en un sistema que premia el silencio?
El sexenio de Andrés Manuel López Obrador se presentó como el estandarte del combate a la corrupción, pero pronto quedó claro que esa promesa no se cumplió. La impunidad de sus cercanos se convirtió en un escudo protector, como ocurrió en el caso de Segalmex y su entonces director Ignacio Ovalle.
Pero regresemos al supuesto. ¿Qué hubiera pasado si Carlos Treviño, como integrante del Consejo de Administración de Pemex, no hubiera denunciado los excesos y daños financieros provocados por Emilio Lozoya en las compras de Agronitrogenados, Fertinal y los sobornos de Odebrecht?
Seguramente Treviño hoy estaría en México, con su familia, llevando una vida en apariencia normal. Pero esa normalidad vendría acompañada de un precio altísimo: la moral destruida. Porque el silencio lo hubiera hecho cómplice de un desfalco nacional que todos conocían, pero que pocos se atrevían a señalar.
Sin los problemas legales derivados de las declaraciones de Lozoya, su cotidianidad sería tranquila. Pero no podría mirar a los ojos a sus hijas, ni a los mexicanos que día a día cargan con el costo de la corrupción. Esa carga moral lo habría marcado con mayor profundidad que cualquier proceso judicial.
Hoy, años después, Carlos Treviño sigue pagando su valentía. Está lejos de su país, enfrentando un juicio migratorio, con su vida personal y profesional alteradas. Sin embargo, sus valores y principios permanecen intactos. Eligió denunciar en lugar de callar, y aunque eso lo puso en la línea de fuego de la persecución política, también lo colocó del lado correcto de la historia.
La reflexión nos lleva a dos polos opuestos: ¿denunciar o callar? La moneda está en el aire, pero lo cierto es que en México no existen aún condiciones reales de protección para el denunciante, ni garantías de seguridad, ni mucho menos un Estado de derecho sólido.
“El precio de ser un buen servidor público” Ser un buen servidor público en México implica un riesgo que pocos se atreven a reconocer: en un país atravesado por la corrupción, hacer lo correcto puede convertirse en la sentencia más dura.
El caso de Carlos Treviño Medina lo demuestra. Su trayectoria lo distinguió como un tecnócrata eficaz: en el IMSS, junto a José Antonio González Anaya, logró rescatar las finanzas de un organismo al borde del colapso. Más tarde, fue llamado a Pemex para enderezar el rumbo tras las operaciones desastrosas de Emilio Lozoya, que incluyeron sobreprecios en Agronitrogenados y Fertinal, endeudamiento y corrupción estructural.
Treviño asumió la tarea de ordenar las cuentas, denunciar lo indebido y aplicar buenas prácticas de administración. Lo que en cualquier país con Estado de derecho sería un mérito, en México terminó siendo motivo de persecución. Hoy, el funcionario que corrigió las “cochinadas” heredadas por Lozoya enfrenta procesos legales en su contra, vive lejos de su familia y libra un exilio forzado, mientras el corrupto confeso manipula procesos y se beneficia de criterios de oportunidad desde su casa.
La paradoja es cruel: quien saqueó a Pemex sigue litigando ventajas procesales; quien intentó rescatar a la empresa más importante de México, paga el costo de su integridad.
El mensaje es devastador para los servidores públicos que aún creen en la ética: en nuestro país, denunciar puede ser más peligroso que callar. Y sin embargo, sin figuras como Treviño, dispuestas a sostener principios en medio de la tormenta, México no tendrá nunca un verdadero Estado de derecho.