A lo largo de los últimos años, el debate sobre la obligatoriedad del trabajo remunerado para las personas privadas de la libertad ha cobrado fuerza en México, tanto en la academia como en la opinión pública. Quienes promueven esta idea argumentan que se alinea con los objetivos de reinserción previstos en las leyes nacionales y en los tratados internacionales de derechos humanos; quienes se oponen temen que pueda convertirse en una forma encubierta de trabajo forzoso. El 13 de febrero del mes pasado, la diputada del Partido Acción Nacional, América Alejandra Rangel Lorenza, presentó ante el Congreso de la Ciudad de México, el tema adquiere un nuevo matiz y se traslada de la mera discusión conceptual al plano de la acción legislativa.
En síntesis, la iniciativa de Rangel Lorenza busca erradicar la inactividad en los centros penitenciarios y establecer la obligatoriedad de que los reclusos trabajen, recibiendo una compensación económica con la cual cubrirían sus propios gastos de manutención. La legisladora defiende que esta medida evitaría que las personas privadas de la libertad, en lugar de que se dediquen a delinquir desde la cárcel, cometiendo extorsiones telefónicas u otras actividades ilícitas, ocupen su tiempo productivamente. Asimismo, subraya la necesidad de que los reos dejen de representar una carga para los contribuyentes, pues según sus estimaciones, cada interno tiene un costo cercano a 17 mil pesos mensuales para el erario. El fin último de la propuesta es que el trabajo sirva como factor de disciplina, rehabilitación y capacitación, de modo que una vez concluida la pena, los exreclusos cuenten con habilidades útiles para integrarse en el mercado laboral y así disminuir la probabilidad de reincidir.
Esta perspectiva, que a primera vista podría parecer muy estricta, en realidad está en sintonía con disposiciones jurídicas vigentes. La Ley Nacional de Ejecución Penal contempla el trabajo como parte fundamental de la reinserción social, siempre que se cumplan condiciones de dignidad y remuneración justa. Por su parte, la Ley de Centros Penitenciarios de la Ciudad de México y la Ley de Ejecución de Sanciones Penales y Reinserción Social para el Distrito Federal también aluden a la importancia de fomentar la ocupación productiva de las personas internas, si bien no lo formulan de manera explícitamente obligatoria. En este sentido, la iniciativa de la diputada Rangel Lorenza refuerza y hace más contundentes los mecanismos contemplados por la legislación penitenciaria local, con el objetivo de terminar con el ocio que puede propiciar más criminalidad y, de paso, desahogar el gasto público.
La obligatoriedad del trabajo en prisión, sin embargo, no está exenta de retos ni de lecturas críticas. Existe la preocupación de que dicha medida se aproxime al trabajo forzoso, prohibido tanto por la Constitución mexicana, como por diversos convenios internacionales, incluyendo los de la Organización Internacional del Trabajo. Para que la iniciativa sea congruente con esos principios, debe asegurarse que el interno reciba un pago razonable y que su labor se realice en condiciones de respeto a su dignidad. Además, la propuesta tendría que especificar sistemas de supervisión claros y eficaces, evitando cualquier escenario de explotación o violación de derechos humanos dentro de los penales.
Desde la óptica de las Reglas Mandela, el trabajo al interior de las cárceles es considerado un componente esencial de la rehabilitación, siempre que se cumplan requisitos como la formación técnica y la adecuada remuneración, que no debe emplearse como simple castigo adicional. Estas reglas destacan que el objetivo primordial de la detención no es únicamente aislar a la persona que ha infringido la ley, sino también proporcionarle oportunidades de superación y reducir las probabilidades de reincidencia. En ese marco, el proyecto de ley enarbolado por la diputada Rangel Lorenza podría verse como una medida que, bien ejecutada, converge con la lógica de las Reglas Mandela, pues aspira a que las prisiones dejen de ser “escuelas del crimen” y se conviertan en espacios de aprendizaje y productividad.
Un aspecto clave para el éxito de esta iniciativa, de ser aprobada, será la infraestructura con que cuentan los centros penitenciarios. Si se prevé integrar a cientos o miles de internos a labores productivas, es indispensable analizar dónde y cómo desarrollarán esas actividades, quiénes las coordinarán y qué tipo de capacitación recibirán. El sector privado y las propias instituciones estatales podrían participar ofreciendo oportunidades de trabajo que no solo alivien la carga económica de las prisiones, sino que doten de conocimientos aplicables a la vida en libertad. De lo contrario, se correría el riesgo de implantar la obligatoriedad del trabajo sin condiciones reales para llevarla a la práctica, generando frustración en los internos y problemas administrativos para el personal del sistema penitenciario.
Por otro lado, la sociedad misma suele mostrar un alto grado de respaldo a la idea de que quienes han delinquido contribuyan a solventar sus gastos, en lugar de depender por completo de los impuestos de los ciudadanos. El concepto de “Reo que no trabaje, no come”, que la diputada expresó de manera enfática, ha encontrado eco en un segmento importante de la opinión pública, que percibe el quehacer laboral de los reos como un acto de responsabilidad y una forma de reparar, al menos parcialmente, el daño causado a la sociedad. No obstante, esta frase también suscita cuestionamientos éticos y jurídicos sobre la proporcionalidad y la humanidad de la medida, pues alguien que rechace o no pueda trabajar no debería quedar en estado de abandono o extrema precariedad.
En cualquier caso, la discusión trasciende la mera percepción ciudadana o el ahorro de recursos: conlleva preguntarse si obligar a trabajar a las personas internas fomenta o no un cambio real en sus conductas. La experiencia de otros países —y algunos programas ya en funcionamiento en México— sugiere que las actividades laborales en la cárcel pueden devenir en un factor de empoderamiento y disminución de la reincidencia, siempre que estén vinculadas a capacitación y seguimiento pospenitenciario. Así, además de cubrir parte de su manutención, los internos podrían desarrollar competencias para una reintegración más efectiva al salir.
En lo inmediato, la iniciativa de la diputada plantea un desafío legislativo y operativo importante. De ser aprobada, requerirá un diseño normativo cuidadoso para impedir que la obligatoriedad del trabajo degeneré en un nuevo foco de abusos. Asimismo, hará falta el concurso de autoridades penitenciarias, empresas, sociedad civil y organismos que velen por el respeto de los derechos humanos en el sistema de reclusión. Si este andamiaje se construye de manera responsable, podría marcar un avance significativo para equilibrar la exigencia ciudadana de no mantener en la ociosidad a quienes han delinquido con el imperativo ético de no vulnerar su dignidad.
En el fondo, esta propuesta pone de relieve un dilema clásico de la política criminal: ¿hasta qué punto se puede exigir responsabilidad y esfuerzo a la persona privada de la libertad sin traspasar los límites de la humanidad? La vocación restaurativa de la Ley Nacional de Ejecución Penal y las Reglas Mandela ofrecen una ruta para conciliar ambas posturas: cuando el trabajo es digno, útil y remunerado, beneficia a los internos, a la sociedad y a las finanzas públicas. Con un diseño adecuado, la iniciativa podría demostrar que la disciplina y la rehabilitación no son valores opuestos, sino componentes esenciales de un sistema penitenciario que cumple con su función de proteger a la comunidad y, al mismo tiempo, otorga al penado la oportunidad de reencauzar su vida.