La judicatura corre un gran riesgo: que el pueblo la entienda. Y no es un riesgo menor, porque si eso sucede la ciudadanía se daría cuenta de que quienes la integran son personas, seres humanos con los mismos rasgos de cualquier otro; si esto pasara entonces la toga dejaría de simbolizar algo arcano, lejano y sagrado.
Es mucho el riesgo. No hay que correrlo.
Eso del leguaje ciudadano, que pretende eliminar el uso de tecnicismos en las sentencias, se vuelve un arna peligrosa porque el idioma jurídico es necesariamente difícil, es indispensable que se use de los sacerdotes del derecho para su lectura correcta. Nada bueno ha sucedido cuando las sociedades han dejado de tener respeto por los textos sagrados y por sus sagrados intérpretes.
También hay que alejarse de las redes sociales, porque están llenos de discusiones, de bots, de troles, de personas que creen que de todo se puede opinar y que también es posible decir algo incluso de las sentencias aunque no se cuente con los estudios y especializaciones necesarias. Un juez, una jueza en redes se expone a que le ensucien la toga con un tuitazo.
No. No hay que correr riesgos. Hay que regresar al lejano castillo que está en las alturas sociales y del lenguaje, ahí donde sólo pocos y pocas juristas se atreven a cuestionar, no hay que buscar que se entienda la labor porque de suyo es compleja y debe ser inescrutable para quienes son mortales.
A cancelar cuentas. A usar los términos más depurados de la ciencia jurídica. A la seguridad de lo ininteligible.