Si aceptamos que en México la ciudadanía quiere decidir efectivamente asuntos de gobierno, vale la pena preguntarnos sobre las características que esa participación debe tener para que sea un medio legal y legítimo.
Debemos reconocer que hay formas estructuradas y no estructuradas de la misma, un ejemplo de la primera son las recientes marchas y pintas en protesta por los feminicidios; el caso de las segundas son las consultas y plebiscitos.
En las formas estructuradas debe haber un diseño democráticamente adecuado para garantizar la amplia y pública discusión de los asuntos que se votarán, la certeza del procedimiento a desahogar, y la posibilidad de que todas las partes interesadas participen.
Además del diseño legal, la operación de las consultas, referendos o plebiscitos debe ser transparente e imparcial.
Lo más importante es que la ciudadanía perciba que su voz no solo es “escuchada” sino tomada en cuenta. Por tanto, la participación no debe ser vista como un mero mecanismo para legitimar decisiones (incluso cuando éstas sean populares) sino como la forma de demostrar que se confía y se gobierna con aquélla.
Escuchar todas las voces puede implicar “aumentar” el volumen de un discurso y “disminuir” el del otro, para que el dinero y la visibilidad pública no sean los factores que condicionen en debate. Esto ya está presente en las ideas de Owen Fiss sobre la libertad de expresión en el ámbito político.
La certeza en los procedimientos brinda confianza, porque se puede prever la conducta de todas las partes, además de que exige y protege a la vez la imparcialidad de quien conduce la consulta. Que participe cualquier persona interesada impide que se restringa la votación por cualquier causa sustantiva o procesal, como el día, hora o mecanismo de consulta.
No convoquemos a opinar. Convoquemos a decidir.