La Refinería Olmeca, mejor conocida como Dos Bocas, nació bajo la promesa de independencia energética y recuperación de la soberanía nacional. Sin embargo, en la realidad económica y jurídica del país, se ha convertido en el símbolo más claro de cómo la política puede imponerse sobre la técnica, y el discurso sobre la evidencia. Lo que se anunció como un proyecto estratégico para fortalecer a Petróleos Mexicanos terminó siendo una inversión de altísimo riesgo financiero, sin justificación económica ni respaldo técnico, que condena al erario a sostener una pérdida estructural por décadas. Dos Bocas es, literalmente, la refinería que nunca refinará su propia deuda.
Desde su planeación, el proyecto presentó deficiencias graves en su concepción técnica y financiera. El costo inicial de ocho mil millones de dólares se elevó a más de catorce mil ochocientos millones, producto de sobrecostos, contratos opacos y un manejo administrativo alejado de cualquier práctica internacional de control de inversiones. Incluso con esa inversión desbordada, los estudios financieros más conservadores muestran que los flujos operativos de la refinería serían incapaces de recuperar el capital invertido en menos de cuarenta años. En un escenario realista, con un margen neto de seis dólares por barril y una utilización promedio de 75 %, la rentabilidad anual apenas alcanzaría los trescientos millones de dólares, frente a costos de mantenimiento superiores a setecientos millones. En otras palabras, Dos Bocas no generará ganancias, sino un déficit operativo constante que Pemex y, en última instancia, los contribuyentes tendrán que absorber.
El problema de fondo no se limita a la ineficiencia económica, sino a la violación de las normas que rigen la inversión pública en México. La Ley Federal de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria y el Manual de Inversiones de la Secretaría de Hacienda exigen que todo proyecto con recursos públicos cuente con un análisis de costo-beneficio validado por la Unidad de Inversiones, requisito indispensable para acreditar su rentabilidad social y económica. Dos Bocas nunca cumplió con este procedimiento. La propia Secretaría de Hacienda reconoció que no existió dictamen favorable de viabilidad, pero los recursos fueron autorizados mediante un decreto presidencial que la clasificó como “proyecto prioritario”. Esa etiqueta, sin embargo, no sustituye la evaluación económica ni justifica la omisión. La Constitución, en su artículo 134, ordena que el gasto público se ejerza con eficiencia, eficacia, economía y honradez. Nada de eso ocurrió en Dos Bocas.
La decisión de continuar con una obra sin evaluación técnica configura una omisión grave desde la perspectiva de la responsabilidad administrativa. La Ley General de Responsabilidades Administrativas tipifica como faltas graves el abuso de funciones, el uso indebido de recursos públicos y el daño a la Hacienda Pública. En este caso, las tres figuras se actualizan: se autorizó un proyecto con conocimiento de su inviabilidad, se desviaron recursos hacia un fin no rentable y se comprometió el patrimonio de Pemex sin el respaldo de un análisis objetivo. Los integrantes del Consejo de Administración de Pemex, así como los funcionarios de la Secretaría de Energía y la Secretaría de Hacienda que participaron en su aprobación, tenían la obligación legal de garantizar la rentabilidad y factibilidad del proyecto. La omisión de esa diligencia no puede considerarse un error técnico, sino un acto consciente de negligencia, un dolo eventual: sabían que el resultado sería una pérdida, pero decidieron seguir adelante.
Pemex ha probado durante años que la refinación no es un negocio rentable. El propio Consejo de Administración lo reconoció antes de que iniciara este proyecto: las seis refinerías existentes operan con pérdidas crónicas que, en conjunto, han costado a la empresa más de 700 mil millones de pesos en la última década. En 2018, por ejemplo, el Sistema Nacional de Refinación reportó pérdidas por más de 39 mil millones de pesos, mientras que, en 2020 durante la pandemia, las pérdidas por refinar se dispararon a más de 94 mil millones, según informes financieros de la propia empresa. Cada barril procesado genera más costos que ingresos debido al deterioro de las plantas, los altos precios del crudo pesado y la baja eficiencia de conversión.
Por ello, el Consejo de Administración de Pemex concluyó que “las refinerías no son negocio”. Los costos de inversión y operación superan de forma significativa los retornos esperados; los riesgos de ejecución, técnicos y de mercado son elevados; el insumo nacional está en declive y su calidad es desfavorable; y el sistema existente es ineficiente, lo que mina la base operativa. A esto se suma que la refinación mexicana enfrenta márgenes ajustados, competencia internacional, altos costos fijos y baja disponibilidad tecnológica. Desde una óptica financiera, resulta más lógico -y menos riesgoso- para Pemex concentrarse en actividades con mayor rentabilidad, como la producción y exportación de crudo, que insistir en un modelo de refinación deficitario. En resumen, los estudios de costo-beneficio arrojaron que continuar invirtiendo en refinación tradicional no solo es económicamente inviable, sino que conduce a una destrucción estructural de valor para la empresa y, por extensión, para el Estado.
Retomando el análisis de costo-beneficio arrojó que continuar invirtiendo en refinación tradicional podría conducir a pérdidas o a destrucción de valor para la empresa y para los accionistas (en este caso, el Estado).
El costo social de esta omisión es incalculable. Los más de catorce mil millones de dólares invertidos en Dos Bocas podrían haber financiado cientos de hospitales, miles de escuelas o un programa nacional de transición energética. En cambio, se destinaron a un modelo industrial que el mundo entero está abandonando. Mientras los principales países petroleros diversifican su matriz energética, México decidió anclar su futuro a una refinería que, además de ser financieramente inviable, enfrentará costos de mantenimiento crecientes y una demanda de combustibles fósiles en declive. La deuda generada por este proyecto no termina con su inauguración; se prolongará por décadas, como una carga intergeneracional para los contribuyentes.
Dos Bocas no representa soberanía ni independencia energética; representa la derrota del control institucional frente a la voluntad política. La planeación pública se convirtió en un trámite simbólico, los mecanismos de evaluación fueron ignorados y la racionalidad económica fue reemplazada por la narrativa ideológica. El Estado decidió gastar sin medir, invertir sin justificar y construir sin rendir cuentas. En un país donde la legalidad del gasto público es la primera línea de defensa contra la corrupción, esta omisión no solo es un error de gobierno, sino una afrenta al Estado de Derecho.
El caso de Dos Bocas deja una enseñanza amarga: cuando la planeación se sustituye por el decreto, el resultado no es desarrollo, sino deuda. La refinería no refina petróleo, refina pérdidas; no genera valor, lo destruye. Es el recordatorio de que ningún discurso de soberanía justifica ignorar las leyes de la economía ni los principios constitucionales de eficiencia del gasto público. Cada peso invertido sin sustento técnico se convierte en una deuda que trasciende los balances financieros y se instala como una deuda moral con los ciudadanos que financian, sin consentimiento, el costo de la impunidad presupuestaria. Mientras no se exija responsabilidad administrativa a quienes autorizaron este proyecto sabiendo que nacería en números rojos, Dos Bocas seguirá simbolizando la tragedia del dinero público gastado para sostener una mentira.
En México, la retórica de la responsabilidad administrativa suele agotarse en el discurso. Ningún servidor público devolverá de su patrimonio lo perdido en Dos Bocas, ni enfrentará las consecuencias reales de haber aprobado un proyecto financieramente inviable y jurídicamente irregular. Quienes tomaron la decisión, firmaron los contratos y celebraron el proyecto como un triunfo nacional, no serán los que paguen la factura: lo haremos todos los mexicanos. Cada peso invertido sin sustento técnico se convertirá en deuda, cada error no sancionado en precedente, y cada omisión en una puerta abierta a la impunidad presupuestaria.
El problema de fondo no es solo el costo de Dos Bocas, sino lo que representa: la normalización de proyectos de gran magnitud sin impacto social, sin evaluación económica y sin consecuencia para quienes los autorizan. La falta de sanción perpetúa un ciclo perverso donde el poder puede gastar sin rendir cuentas, invocar el interés nacional para disfrazar la ineficiencia, y construir con dinero público monumentos al despilfarro. Mientras la responsabilidad administrativa siga siendo retórica y no un mecanismo efectivo de justicia, México continuará refinando no petróleo, sino promesas incumplidas.








