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¿La IA te vuelve brillante… o inútil?

“El día que mis alumnos debatieron con IA… y entendí todo”

Hace unos días, en mi clase de Combate a la Corrupción en la Universidad Panamericana, puse a mis alumnos a debatir sobre un estudio reciente que analiza la corrupción en México. Para mi sorpresa -y también para mi aprendizaje- no sólo discutieron el texto: lo analizaron en tiempo real con ChatGPT abierto en sus computadoras. El salón se convirtió en un laboratorio vivo donde los estudiantes contrastaban argumentos, ampliaban conceptos y construían contrarréplicas asistidos por una herramienta que, hasta hace poco, no formaba parte del ecosistema educativo. Salí de esa clase reflexivo, pero también con una convicción clara: los docentes debemos actualizarnos, aceptar que estas herramientas ya forman parte del sistema de aprendizaje y transformarnos para enseñar en un mundo donde la inteligencia artificial no es invitada, sino residente permanente.

De ese punto parte una pregunta que recorre todas las profesiones: ¿la inteligencia artificial te vuelve brillante o inútil? La respuesta depende menos de la tecnología y más del modo en que cada persona decide relacionarse con ella. Algunos la utilizan para potenciar habilidades; otros para evitar el esfuerzo intelectual. La tecnología no degrada por sí misma el pensamiento: lo hace quien elige delegarlo.

Pongamos el ejemplo con la profesión de Derecho. Hoy, cualquier abogado puede pedir a ChatGPT que redacte una demanda, proponga posibles pruebas, elabore incidentes o bosqueje promociones. La herramienta lo hace con precisión formal y velocidad inesperada. Pero esa comodidad no sustituye lo esencial: la estrategia, el análisis del caso, la lectura humana del expediente, la comprensión del contexto, la anticipación a la contraparte, el conocimiento de los criterios del juzgador, la intuición procesal, la negociación, la ética. La IA redacta documentos; no litiga, no observa conductas, no entiende silencios, no mide riesgos políticos, no conoce la personalidad de las partes ni las dinámicas reales de un proceso. No reemplaza al abogado; lo expone.

Y, aun así, su valor es indiscutible. Un profesional competente puede apoyarse en la IA para investigar, generar borradores, verificar criterios, sintetizar jurisprudencia, ordenar datos o acelerar tareas repetitivas que antes consumían horas. La herramienta libera tiempo, pero no reemplaza criterio. Es un multiplicador del talento, nunca un sustituto de la responsabilidad.

El riesgo está en la comodidad. Un estudiante puede usar IA para comprender mejor un concepto jurídico, o para evitar comprenderlo del todo. Un abogado puede potenciar su práctica, o diluirla en automatismos. La confusión generacional es evidente: quienes prohíben la IA creen proteger la profundidad del pensamiento, mientras que quienes la usan sin límite creen que rapidez equivale a inteligencia. Ninguno tiene la razón completa. La IA es un amplificador de lo que ya somos: si pensamos bien, pensaremos mejor; si evitamos pensar, pensaremos menos.

Aceptar su uso no implica renunciar al rigor. Significa integrar la tecnología, no abdicar en favor de ella. Significa enseñar a los estudiantes a analizar, validar, contrastar y desconfiar, incluso de lo que produce un modelo generativo. Significa formar profesionistas que sepan decidir con criterio, aprovechar la herramienta sin entregarle su autonomía intelectual.

Mientras tanto, una nueva generación está aprendiendo con IA desde cero. Para ellos, consultar un modelo generativo será tan natural como para nosotros lo fue consultar una enciclopedia. Su proceso de aprendizaje será más veloz, más interactivo y más interdisciplinario, pero también exigirá docentes que evolucionen y dejen de ver la IA como una amenaza, para verla como un insumo.

Las nuevas tecnologías -incluida la IA generativa multimodal- transformarán el derecho tal como lo conocemos: automatización probatoria, análisis documental masivo, simulación de escenarios, predicción de riesgos, trazabilidad y verificación. Esto no vuelve innecesarios a los abogados; vuelve más necesaria su capacidad de pensar estratégicamente, resolver éticamente y comprender contextos humanos que ninguna máquina puede interpretar del todo.

La verdadera pregunta no es si la IA nos hace más inteligentes o más tontos, sino si estamos dispuestos a asumir nuestra parte del trabajo intelectual. La herramienta está aquí para quedarse. Lo que hará con nosotros depende de cómo decidamos usarla. Y quizá la lección más importante es que no debemos estigmatizarla, sino integrarla: no para reemplazar al profesional, sino para impulsar su potencial. Porque, al final, la inteligencia artificial no compite con nosotros; simplemente revela quiénes deciden pensar y quiénes prefieren que piensen por ellos.

Al final, el verdadero dilema no está en la inteligencia artificial, sino en los seres humanos. Podemos dejarnos arrastrar por la comodidad y permitir que la IA nos rebase hasta sustituir profesiones enteras, o podemos aprender a insertarla inteligentemente en nuestras actividades para volvernos más efectivos, más eficientes y, sobre todo, más certeros. La diferencia entre ser desplazados o potenciados no la marcará la tecnología, sino la transición que construyamos: desde gobiernos capaces de regular sin frenar, instituciones educativas que formen con rigor y no con miedo, y, sobre todo, desde la responsabilidad personal de cada individuo para no abdicar de su propio pensamiento. La IA no llega a reemplazarnos; llega a revelarnos. Y la pregunta decisiva será quién se transforma con ella… y quién prefiere que piense por él.

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