Sin duda, la elección del pasado primero de julio fue ejemplar por muchos motivos. Fue la elección más grande de la historia del país, se eligieron más de tres mil cargos, desde el Presidente de la República, Senadores, Diputados, Nueve Gobernadores, así como Congresos Locales, alcaldías y cabildos.
Dos cosas marcaron el pasado proceso electoral: la pulcritud en la preparación, organización y realización por parte del Instituto Nacional Electoral que tuvo la capacidad, claro, con el apoyo de la sociedad, de instalar poco más de 159 mil casillas a lo largo y ancho del país.
La segunda es que fue una elección limpia, sin cuestionamientos, sin impugnaciones y sin protestas postelectorales.
Pero, ¿cómo se llegó a tener una elección tan “incuestionable” como la jornada que vivimos el pasado domingo primero de julio?
La historia comienza en los comicios de 1994, una elección marcada por la sangre, la protesta guerrillera y la inconformidad de grupos del PRI.
Esta elección dejó un claro llamado a los contendientes, dejar atrás la lucha soterrada, sangrienta y autoritaria de cómo se venían resolviendo las elecciones.
En esa elección votó el 77% del listado nominal inscrito en el padrón electoral, la sociedad se volcó a las urnas para confirmar que la vía para dirimir las diferencias políticas es por la vía democrática y electoral.
El resultado de ello fue una reforma electoral sin precedentes hasta entonces. La Reforma aprobada en 1996 logró independizar y ciudadanizar al Instituto Federal Electoral.
Las elecciones ya no dependerían más de la Secretaría de Gobernación, se lograron reglas de participación de partidos, candidatos, medios de comunicación y se creó el Tribunal Federal Electoral para resolver las controversias suscitadas en los procesos electorales y calificar la elección presidencial.
Este avance se consolida en las primeras elecciones federales de 1997, alcanzando lo que se denominó como la “normalidad electoral”, logrando la alternancia en el poder.
En esa elección derivó en que el PRI, partido dominante hasta entonces, perdió por primera vez la mayoría en el Congreso de la Unión, lo que dio lugar a los gobiernos divididos.
En el año 2000 sucedió algo inédito, el PRI perdió la presidencia de la República y hubo un proceso de transición tranquilo, con reconocimiento y legitimidad.
A partir de entonces, el avance democrático en México aún con problemas, caminaba. Se dio la alternancia, no sólo en la presidencia del país, sino en gobiernos estatales y municipales donde ya cualquier opción política tendría las mismas posibilidades de obtener el triunfo.
El PRI pasó de gobernar 31 de las 32 entidades federativas en 1989 a sólo 13 para 2018.
Para este año en dos ocasiones había gobernado el país el PAN, el PRD fue en dos ocasiones la segunda fuerza política, en 2006 y en 2012 y varios partidos de los llamados minoritarios han gobernado un buen número de alcaldías y logrado tener diputados suficientes para conformar una bancada propia.
La elección del primero de julio tuvo otro récord: por primera ocasión, desde que se habla de la normalidad democrática, un candidato a la presidencia gana con más del 50% y su partido obtiene la mayoría en el Congreso de la Unión y la mayoría de los Congreso locales.
Es un hecho a destacar, sobre todo porque a diferencia de las épocas de esplendor del PRI, esto se logró sin un solo cuestionamiento por intromisión del gobierno en la elección.
La legitimidad del gobierno es incuestionable, el nuevo presidente tiene un “bono democrático” que pocos mandatarios en la época moderna han podido lograr (Ernesto Zedillo y Vicente Fox).
La historia ejemplar de esta elección tendrá que continuar. Aún existen asignaturas pendientes que deben ser consideradas, como incluir la segunda vuelta, la reelección de gobernadores y de presidente de la República y modernizar el proceso electoral.