Desde su creación, en 1824, la Suprema Corte de Justicia de la Nación, a pesar de su ampuloso nombre, fue un Tribunal de casación: quejas, apelaciones, recursos, etc. La posición de ministro, salvo honrosas excepciones, solía constituir un premio para aquel magistrado que hubiera fallado en el sentido en que pretendía un gobernante o, simplemente, un reparto de cuotas donde litigantes, líderes sindicales y hasta militares anhelaban un lugar. También llego a ser el exilio para políticos caídos en desgracia.
En diciembre de 1994, todo cambió. Con las reformas al artículo 105 de la Constitución y la creación del Consejo de la Judicatura Federal, la Corte comenzó a adquirir los rasgos de un auténtico tribunal constitucional. Esto puso en alerta a algunas universidades, colegios de abogados y organizaciones de la sociedad civil, los cuales comenzaron a revisar con lupa los perfiles de cada candidato a ministro.
Aunque en los inicios de la 9ª época había ministras y ministros sin carrera judicial, cada día era más rigurosa la criba. Cada vez era más ruidosa la exigencia de que solo quienes tuvieran una larga experiencia en la judicatura pudieran alcanzar esta posición: quien llegara al Máximo Tribunal, vaya, debía ser un conocedor de los vericuetos del amparo, un técnico riguroso que, por añadidura, no tuvieron vínculos con ningún partido político.
Fernando Franco González Salas no encajaba del todo en este perfil. A lo largo de su vida había servido dentro de la Administración Pública Federal como Consejero Jurídico Adjunto, Jefe de Relaciones Laborales del IMSS, Subsecretario de Desarrollo Político en Gobernación, Subsecretario del Trabajo y Previsión Social y Secretario General de la Cámara de Diputados. A tal grado estaba identificado con el gobierno que, cuando se propuso su nombramiento, un senador de la oposición echó mano del adjetivo más virulento que le vino a la cabeza para impedir que se convirtiera en ministro: “Es un priista”, lo acusó.
Yo siempre miré a Franco como profesor. Me parecía un abogado apartidista y hasta aséptico. Fue mi maestro de Derecho Administrativo en la Escuela Libre de Derecho, de la que él también era egresado, por lo que la imagen que tenía de él era la del catedrático que explicaba con escrupulosidad su tema favorito: por qué cada uno de los tres Poderes de la Unión tenía facultades propias de los otros dos. Así lo hacía mientras se atusaba el bigote. Inevitablemente me recordaba a Rudyard Kipling en su juventud.
Lo que contribuyó a que fluyera su nombramiento fue que también hubiera sido presidente del Tribunal Federal Electoral. Franco empezó su gestión cuando este Tribunal tenía un carácter administrativo y, gracias a su empeño por crear una auténtica institución contenciosa electoral, la concluyó cuando México había transitado de una justicia de legalidad a una justicia de constitucionalidad electoral.
En todos los cargos que desempeñó, eso sí, lo hizo con enorme responsabilidad. Llegó a incurrir, incluso, en la microadministración. Como Presidente del Tribunal Federal Electoral consiguió que Manuel Camacho, Jefe de Gobierno del Distrito Federal, le donara un terreno donde mandó construir un edificio sobrio, pero representativo, que a la fecha es la sede del Tribunal. Cuidó cada detalle. “Me metí hasta el full”, afirma con orgullo. A tal grado que verificó personalmente la profundidad de cada pilote, 33 metros, realizando sus propias mediciones.
Hombre “funcional y efectivo”, según su propia definición, como Ministro mostró una apertura excepcional: siempre recibió a quien solicitó audiencia. Quería escuchar, de viva voz, a cada una de las personas que acudían a su ponencia para expresar sus pretensiones. Lo hacía para forjar su propio criterio, por lo que se rehusaba tanto a delegar en sus secretarios como a recibir a los abogados que iban solos: quería tenerlos ahí, frente a él, sí, pero con sus clientes. Ellos eran los justiciables.
Lejos de estorbarle, como se llegó a pensar en un principio, sus habilidades políticas resultaron de enorme utilidad en el Pleno de la Corte. Si bien no fue un Ministro que se vinculara demasiado con la familia judicial, cohesionó hacia el interior del Pleno. Nunca perdió de vista que él no era un juez de casación sino un juez constitucional al que le tocaba dar vida a los grandes ideales de nuestra Carta Magna.
Sabía conciliar. Era una destreza que le había acompañado a lo largo de su carrera. “No le gusta confrontarse”, llegó a quejarse uno de sus colegas, “y, a veces, la función jurisdiccional implica desacuerdos, debates, rispidez”. Nada de eso le era ajeno a Franco, pero supo encausar sus diferencias a través de un estilo terso. Rehuyó cámaras, entrevistas, participaciones ajenas a lo judicial: “Busqué el fortalecimiento de la institución y no la promoción de mi imagen”, ha declarado.
Hubo quien consideró que esta cautela no era sino un modo de ocultar su tibieza. Pero Franco siempre ha detestado las estridencias: “Soy un hombre de encuentros”, admite, “No de desencuentros”. Y si pensamos en lo susceptible que pueden llegar a ser algunos integrantes de un cuerpo colegiado, esta tersura y esta cautela resultaron inapreciables. No solo para disentir sino para llegar a acuerdos. Durante su periodo como ministro, supo convencer con miras a que los criterios de la Corte resultaran consistentes.
Esto explica su frustración en el caso de la Guardería ABC,cuando algunos de sus colegas insistieron en inculpar al Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS). Franco era el ponente y explicó lo que todo abogado penalista debía saber: en cada delito hay tramos de responsabilidad. Acusar de homicidio a una nana que no verificó si el interruptor de la luz estaba encendido no tenía pies ni cabeza.
Cuando advirtió que algunos Ministros se empeñaban en responsabilizar al IMSS por el trágico incendio que cobró la vida de 48 niños, él se excusó: “Fui parte del Consejo Técnico del IMSS y estoy, por tanto, impedido”. Guillermo Ortiz Mayagoitia, a la sazón presidente de la Corte, returnó el caso a Arturo Zaldívar.
Otra excepción a su afán conciliatorio fue el debate en torno a la interrupción del embarazo, cuando la Corte se quedó a un voto de que esta se aprobara en todo el país. Margarita Luna Ramos se retractó en el último momento. Le tranquilizó, en cambio, que el Caso Bonilla se votara por unanimidad, a pesar de que, en un principio, no parecía tan evidente para algunos de sus colegas que un gobernador pudiera reelegirse, a despecho de lo que prescribía la Constitución. Le satisfizo, asimismo, advertir que sus razonamientos no cayeron en saco roto, cuando se debatió la pertinencia de que se prolongara el periodo del Presidente de la Corte, en una flagrante violación al artículo 94 de Constitución, los ministros se negaron a aprobar aquel disparate.
Donde Franco llegó a quedarse solo fue en el ámbito laboral. Como conocedor del Derecho del trabajo y de la difícil situación que atraviesan muchísimos trabajadores en México, en repetidas ocasiones intentó respaldarlos con sus fallos, pese a que la norma no ofrecía facilidades por hacerlo.
Pero esta actitud habla bien de un juez constitucional quien, a diferencia de otros jueces y magistrados, tiene que ir más allá de la técnica jurídica. “Si de algo puedo jactarme es de que, a pesar de la cerrazón y el miedo a apartarse de la traición que distingue a algunos de mis pares, nunca ofendí a ninguno de ellos”, confesó en corto.
Sus pequeños fracasos no afectaron su firmeza. Podía tardar en estudiar un caso y en llegar a una conclusión, una vez que lo hacía, que había considerado todos los ángulos del problema, sabía mantenerse firme. “Me desencajaban los repentinos virajes de algunos colegas”, dice. Si a esto añadimos su capacidad para conmoverse ante la injusticia, es entendible por qué resultó ser un ministro tan completo. En más de una ocasión, tuve oportunidad de constatar esta preocupación, más allá de sus fallos: “No podemos ser cómplices de la injusticia ni de la arbitrariedad”, reflexionaba a menudo.
Hombre de familia, tiene esposa, una hija y un hijo, Franco está convencido de que quienes han sido favorecidos por el destino deben retribuirlo, de algún modo, en quienes no han tenido dicha suerte. Él creció como el privilegiado hijo del Secretario del Patrimonio Nacional en la época de Gustavo Díaz Ordaz y ha dedicado mucho tiempo a la fundación “Ingeniero Manuel Franco López”, para subsidiar los estudios de jóvenes talentosos, pero sin recursos financieros, que sueñan con ser ingenieros de minas.
Si he de ser sincero, llegué a pensar que Franco acabaría por encabezar el Máximo Tribunal. Tenía todo para hacerlo. Pero, en esta oportunidad, no lo favoreció la coyuntura. “No se alinearon los astros”, habría dicho él. Tras la conclusión de su encargo, mientras ordena su nutrida biblioteca, lee y relee el libro homenaje que acaba de publicar el Consejo de la Judicatura Federal bajo la coordinación de Juan Pablo Gómez Fierro e Ileana Moreno y atiende los compromisos que desatendió durante 15 años, considera que quizás esto fue lo mejor que le pudo ocurrir.