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Federalismo y conflicto

Desde el poder central se busca un cambio de régimen mientras que en las entidades existe una resistencia al mismo. Con independencia de las buenas o malas motivaciones de cada bando, es una realidad que mientras el primero busca concentrar decisiones, los segundos se refugian en los espacios de poder que la propia Constitución les otorga. Aun.

Si la política es una forma de procesar el conflicto, y el derecho forma parte del arsenal para lograrlo, la diferencia específica consiste en que la primera requiere el acuerdo, y el segundo el cumplimiento de ciertos requisitos que tienden a igualar el campo de batalla.

Así el federalismo mexicano, en tensión siempre pero más hoy que en mucho tiempo, se mueve entre el acuerdo y la reclamación, entre el negociar participaciones federales y demandar la inconstitucionalidad de la figura de los súper delegados. La mano que hoy se tiende para sellar con un apretón de manos el acuerdo es la misma que mañana firma la demanda.

Esto ha sido así al menos desde la década de los noventa del siglo pasado, pero ahora más que nunca se manifiesta públicamente dado el nuevo equilibrio de fuerzas.

Aquí se nos plantea un reto para quienes nos ocupamos del derecho; tradicionalmente hemos explicado al federalismo desde la perspectiva estática del constitucionalismo mexicano clásico, esto es, como una distribución de competencias que obedece a la lógica del constituyente originario o permanente.

Pero la realidad es que, si la constitución es una función en términos de Rolando Tamayo, el federalismo es una de las funciones más importantes que la misma establece, y como tal implica no solo una apreciación momentáneamente inmóvil de atribuciones, sino sobre todo de mecanismos para la resolución de conflictos.

Ese es justamente el reto. Tenemos que leer y explicar figuras tales como la desaparición de poderes, las controversias constitucionales, las acciones de inconstitucionalidad, los pactos entre entidades, a partir de verlos como mecanismos propios de eso que es, más que mera distribución de competencias, acomodo de poderes, que tendencialmente chocan y ahora lo hacen de manera evidente.

Salvo que se opte por un modelo como el venezolano (de lo que no veo intención) de virtual vaciamiento del componente federal del Estado, el futuro será la combinación adecuada (¿quién podría definirla?) de acuerdo y confrontación jurídica, salpicada desde luego de amenazas y gestos conciliatorios; el gobierno central ha mostrado que su estilo será menos el de aparentar ser un árbitro  imparcial que el de un actor interesado en impulsar una agenda que considera justa, lo que obliga a los poderes locales a actuar más o menos de la misma forma.

En este modelo que se vislumbra no servirán los llamados a la “concordia”, al menos no en su sentido de inmovilidad; se luchará en los frentes político y jurídico batallas tan diversas como la coordinación fiscal, la integración de la Suprema Corte o la creación de un Tribunal Constitucional, las consultas populares. Cada elección local y municipal será una oportunidad de fortalecer los bastiones propios o debilitar al enemigo.

Nos corresponde, al menos en parte, encauzar esta lucha por las reglas flexibles de la política, al mismo tiempo que por las aparentemente más rígidas del derecho.

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