“Parece que vivir bajo un confinamiento extremo durante este tiempo nos hizo sentir que ‘nuestra palabra es la ley’, y al salir de nuevo al exterior, a los espacios públicos, a la convivencia social, ese chip anidado en nuestra mente siguió con esa misma perspectiva, y en lugar de tolerar la presencia de los demás, nos volvimos demasiado territoriales, demasiado impositivos.”
Después de prácticamente dos años el mundo regresa poco a poco a la normalidad, amparado en un semáforo verde que representa que los positivos son bajísimos, y las camas de hospital por complicaciones de covid-19 o sus mutaciones están disponibles para recibir a quienes puedan tener una mala experiencia con el virus.
Algunos de los datos y conclusiones prematuras otorgadas en la primera etapa parecen ridículas ahora, después de dos años de estudios científicos y análisis médicos en numerosos pacientes, al observar diariamente el comportamiento y mutación del coronavirus que puso de rodillas la cotidianidad humana.
Las sociedades se han desbordado en salir de su encierro, en practicar deporte de nuevo, ponerse al día con los niños que vieron truncadas sus salidas al parque u otras actividades, y por pandemia no aprendieron a montar bicicleta o a nadar.
Durante los largos meses de encierro, muchas reflexiones inundaron las redes sociales. Kilómetros y kilómetros de tinta se usaron para expresar el sentir del humano en general. Interrumpir la vida a como la conocíamos nos obligó a realizar una nueva valoración de nuestro papel en la tierra, en este mundo, y de nuestra relación con los animales, la naturaleza y con los demás, familiares, amigos y cercanos.
Todo presagiaba que cuando volviésemos a encontrarnos, abrazarnos, correría un espíritu de nobles sentimientos, camaradería, nobleza desbordada, una visión amplificada del amor y paz de los 60 y 70. La encarnación en calidad cinematográfica del espíritu de la canción “Imagine”, de John Lennon, parecía tener fecha de arribo a la sociedad humana, sin embargo, para sorpresa de muchos, el encierro no solamente no logró eso, sino que además, nos volvió altamente incapaces en el ejercicio de la empatía y la tolerancia.
Esa baja tolerancia y empatía con los demás parece tener sentido, considerando el bajísimo nivel de convivencia social en este periodo y el escaso roce con otras personas en espacios públicos. No es lo mismo quejarse en una reunión virtual de tener el micrófono prendido o aparecer involuntariamente en boxers en una reunión o ser interrumpido por los niños, a tener que lidiar con las reuniones presenciales y todo su contexto.
Parece que vivir bajo un confinamiento extremo durante este tiempo nos hizo sentir que “nuestra palabra es la ley”, y al salir de nuevo al exterior, a los espacios públicos, a la convivencia social, ese chip anidado en nuestra mente siguió con esa misma perspectiva, y en lugar de tolerar la presencia de los demás, nos volvimos demasiado territoriales, demasiado impositivos.
La conclusión es que los primeros fines de semana de vuelta al verde, los centros nocturnos reportan una gran cantidad de noches terminadas en peleas campales, que iniciaron porque una persona pasó muy cerca de la otra, porque lo empujó al caminar o cuestiones tan superficiales que cuesta trabajo creer que valga la pena arriesgar la salud y exponerse a lesiones por esos motivos.
Y uno podría pensar, que se trata de gente que no sabe controlarse bajo el consumo de bebidas embriagantes o razones similares, pero no se puede descartar el partido de futbol que se volvió noticia a nivel mundial. La trágica y espantosa tarde de convivencia familiar que no se olvidará por las imágenes de película de terror que circularon en todo el orbe, exhibiendo la ausencia de escrúpulos y falta de sensibilidad humana para realizar los actos de agresión y violencia en Querétaro.
Obviamente, no incluyo en este recuento las acciones penales o criminales que forman parte de una realidad innegable, trato de destacar, por encima de todo, la propensión al conflicto por parte de la sociedad, producto de un encierro obligatorio que nos volvió beligerantes e intolerantes.
Si usted piensa que los pleitos de la discoteca, del antro o del estadio de futbol son hechos demasiado causales para ser tendencia, no olvidemos que estamos al borde de la tercera guerra mundial, no porque yo lo señale así, sino porque así lo han calificado los gallos en disputa, el líder de Rusia y el líder de los Estados Unidos de América.
Los ojos del mundo están encima de Ucrania y sus fronteras, y ya hay invasión, bombazos, enfrentamiento de militares, muertes, imágenes terribles de daños a la sociedad civil, migración obligatoria de miles de personas huyendo de la guerra, desterrándose para no morir en ella, y un innegable movimiento de países del mundo armando bloques de apoyo a uno y otro bando.
Quienes sepan de historia y sepan leer esos movimientos, inmediatamente tienen reminiscencia de la Primera y Segunda Guerra Mundial, lamentablemente, estamos actualmente tan armados, son los países desarrollados tan letales, y la tecnología para aniquilarnos es tan avanzada, que se asegura que la tercera guerra mundial, será la última.
Como es evidente, sufrimos el encierro, lo lloramos, lamentamos vivirlo, revaloramos el contacto humano, pero apenas salimos de la puerta de la casa, salimos a pelear. Somos insensibles a las necesidades del prójimo. La palabra empatía pareciese no existir.
Grave es el pronóstico y no es casualidad que los principales líderes religiosos del mundo estén haciendo llamados desesperados a la instauración inmediata de la paz. Pero el mundo no parece prestar atención. El humano es bueno por naturaleza, pero también el hombre es el lobo del hombre. Jean-Jaques Rousseau y Thomas Hobbes vuelven a tener un elevadísimo debate en pleno siglo XXI. Y todo sucede en fechas trascendentales de la humanidad, primavera y Pascua.
Esta vuelta a la normalidad, parece que no se trata de cómo será el futuro, sino de si ese anhelado mañana, en realidad existirá para las próximas generaciones.