Hoy día el uso de la tecnología pasa imperceptible en nuestros sentidos. La gran mayoría de los habitantes de este planeta lo primero que hacían al despertar en las mañanas era encender un cigarrillo o ir corriendo al baño. Hoy, estos hábitos cambiaron. Lo inmediato al cobrar conciencia es voltear al celular, revisarlo y ver si tu vida o el mundo ha cambiado gracias a estar “conectado”. La vida sin teléfono celular o red social es no vivir o vivir en la sombra o el anonimato.
Lo pensamos sin decirlo, sin percatarnos que incorporamos al internet parte de nuestra vida, rasgos de nosotros mismos. Lo hacemos crecer aportando información para que crezca ese mundo virtual. Nosotros alimentamos al internet sin saber que lo sabemos. Hablar, interactuar, enamorarse u odiar, vestirse, transportarse y pensar, ya no es monopolio de nosotros, lo compartimos con la tecnología. Un reflejo de esta nueva convivencia con el mundo digital es el modo de usar y gastar. La cultura, el arte, la ciencia se consumen casi como si se tratara de “comida rápida”. Las multiformes imágenes en la red y en las calles nos imparten constantes mensajes de cambio: el cine, la publicidad, la televisión, los vestidos, la música, todo cambia y nos transforma. Nuevas divinidades míticas aparecen en el universo digital dispuestas a hipnotizarnos día tras día; nuevas y efímeras “superstars” como modelos de imitación.
Como acontece en todos los ámbitos del quehacer humano, el entorno digital puede ser utilizado para la comisión de conductas ilícitas que afectan a la persona humana en su proyección psicoafectiva, como sucede con el ciberacoso, la vulneración de la intimidad sexual, los infundios, la difamación, la extorsión, las amenazas, el fraude etc. En todos estos casos se ve afectada la dignidad humana, objeto de nuestra investigación, que consideramos debe analizarse a profundidad en su aspecto filosófico y jurídico. Comenzaríamos diciendo que la etimología latina de “digno” remite primeramente a dignus y su sentido es “que conviene a”, “que merece”, implica posición de prestigio “de cosa”, en el sentido de excelencia; corresponde en su sentido griego a axios (valioso, apreciado, precioso, merecedor). De allí deriva dignitas, dignidad, mérito, prestigio, “alto rango”. Se parte de que la persona merece que se le reconozca, respete y por ende tutele su dignidad, atento a que ésta deriva del hecho de ser, ontológicamente, una persona y, consecuentemente, el derecho debe garantizarle esta dignidad precisamente por ser tal. El respeto por la dignidad de la persona humana comienza por reconocer su existencia, su autonomía y su individualidad, de allí que se considere inviolable. Podemos afirmar que la dignidad solo puede entenderse como un elemento que forma parte de la esencia de la persona humana.
El derecho y el lenguaje evolucionan de forma vertiginosa y en cierto grado insospechada, por lo cual es usual encontrarnos con el uso del término dignidad aplicado a entes diversos de la especie humana, pero la dignidad es propia y exclusiva del ser humano, al igual que los derechos.[1] Ya lo dijo Mefistófeles, en el Fausto de Goethe [2] :
“El estudiante. No puedo acostumbrarme al estudio del derecho.
Mefistófeles. Lejos de mí esta la idea de reprenderte por ello, pues mucho sé lo que es esa ciencia. Las leyes y los derechos se suceden como una eterna enfermedad y se les ve pasar de generación en generación y arrastrarse sordamente de un punto a otro; la razón se convierte en la locura y el beneficio, en tormento. ¡Desdichado de ti, hijo de tus padres, por no tratarse nunca del derecho que nació con nosotros!”
La sociedad de la información, que se gestó en la sociedad industrial, imprime su impronta en el binomio derecho-tecnología, demanda un orden jurídico a la altura de la nueva realidad que cambia aceleradamente.
El filósofo alemán Walter Brugger, define a la persona como: [3] “Persona. Recibe este nombre el individuo de orden espiritual. Es, pues, un individuo dotado de naturaleza espiritual en su peculiaridad incomunicable. En el mundo visible solo aparece el hombre con los caracteres de la persona, se le designa con un nombre propio y se presenta como sujeto de toda proposición y portador de propiedades. Siempre se ha conocido la dignidad incomparable de la persona.”
Según este planteamiento filosófico, sustentado en el pensamiento judeo-cristiano de occidente, consustancial a la persona es la dignidad, como una arista imprescindible que define la condición humana, sin embargo, lo que es fundamental ya que para ser tutelado como bien jurídico, además de definirle, se requiere determinar cómo es que este valor espiritual y moral inherente a la persona, produce sus efectos en la norma de derecho, cuando su titular, la persona humana, despliega su conducta; una certera respuesta nos la proporciona el iusfilósofo Rafael Preciado Hernández:[4] “Así el hombre se convierte en causa de sus actos, en sujeto responsable de su actividad pues conociendo las leyes cosmológicas y noológicas puede aplicarlas de diverso modo, ya sea cooperando a realizar el orden postulado por esas leyes, tanto en el fuero externo como en el interior, o trastornando ese orden en la medida de sus posibilidades. Razón, voluntad y libertad, constituyen para el hombre un poder inmenso: son un honor y un riesgo. Son así la razón y la libertad, el fundamento inmediato de la inminente dignidad de la persona humana”.
Resulta evidente que la dignidad, cual valor ínsito a la persona humana, son conceptos acogidos por el iusnaturalismo, entendido como aquella corriente de interpretación jurídica que supone la existencia de un derecho trascendente y anterior al derecho positivo, pues bajo la sombra de la razón, de la naturaleza, incluso de Dios, es asumido como el único orden de validez universal, al que los hombres, guiados por la “recta razón” pueden aspirar. Bajo tal supuesto la persona en su propio significado jurídico es el sujeto de los deberes y de los derechos, y si la voluntad es pensamiento práctico, no es equivocado el afirmar que persona est cujus voluntas est. En ese tenor cuando la persona humana obra en ejercicio de su libertad y razón, es que está reproduciendo su esencia y con ella su dignidad, que para el precepto de derecho merece ser tutelada, dada su naturaleza inmanente.
Se puede barruntar que todo análisis de la dignidad humana en el entorno digital debe partir, como lo explica Labastida Contreras, de la premisa de que, el uso doloso y criminal de tales herramientas, pueden vulnerar este valor espiritual y moral inherente a la persona, íntimamente vinculado al libre desarrollo de la personalidad y a los derechos a la integridad física y moral, a la libertad de ideas y creencias, al honor la intimidad personal y familiar y a la propia imagen, que se manifiesta singularmente en la autodeterminación consciente y responsable de la propia vida y que lleva consigo la pretensión de respeto por parte de los demás.
De lo que podemos deducir que quien incursione en el ciberespacio tiene la obligación moral y jurídica de respetar a la persona como ser humano y a los derechos inherentes al mismo, pues al tener esta tecnología de la información, tiene alcances ilimitados, dado al público que puede acceder a la información que maneja el usuario, se puede afectar el derecho innato a la vida moral que comprende el honor o estimación justa del carácter de la persona, en esencia respetable por sí. Ello en el entendido de que mientras no se demuestre lo contrario, se debe presumir buena y justa a la persona, máxime cuando el indebido uso de esta tecnología de la información puede destruir la fama del ofendido, pues esta opinión o concepto que la gente tiene sobre una persona, no se termina con la vida, sobreviviendo del individuo después de su muerte. Incluso los herederos tienen derecho a defender la reputación y la memoria del difunto por la inviolabilidad de la persona, cuya existencia mortal llega más allá de la tumba. De ahí que perjudicar la imagen pública en el entorno digital puede configurar ilícitos civiles como el daño moral, incluso tipificar delitos cibernéticos, dependiendo de la gravedad de la conducta desplegada, en menoscabo de la dignidad personal.
En el fondo, lo que hay detrás del telón del portal o página web que se ve o se escucha es la creación de una imposición, invisible, silenciosa de existencia imperceptible. La cultura del consumismo de la estandarización local y global que emana de la influencia del internet a través de sus contenidos y mensajes de ser mejores y valer más se contrapone con los valores humanos esenciales acuñados en siglos del desarrollo de la humanidad. El mundo digital dicta lo que vale y no vale hoy. Establece parámetros y valores. Lo que debemos hacer y tener para ser nosotros. Sentirnos parte del mundo que habitamos. Nuestro valor está tasándose por lo que vaciamos a la red o lo que la red dice de uno.
La tendencia de la cultura en redes es la masificación de conceptos que implica el arribo del consumismo como elemento de adhesión a una pertenencia de grupo. Ya lo explica Umberto Eco[5] y Castells, pero, antes que ellos, Theodor Adorno lo profetizó. Adorno estudió qué perdemos cuando se populariza y se expande la cultura supuestamente al alcance de todos, y se preguntó: ¿no se doméstica y pierde toda su crítica de la sociedad y su esencia de transformación de disrupción?,[6] aunado a que las grandes empresas de comunicación pueden manipular conciencias e imponer consignas.
La vida social se caracteriza por ser un régimen de producción, el cual se establecen entre los hombres relacionados necesarias, independientes por tanto de su voluntad: ese conjunto de relaciones constituye un régimen económico que es la base sobre la que se levantan las superestructuras jurídica y política. De la Cueva lo sintetiza: el sistema de producción determina de una manera general el régimen social y político; “no es la conciencia del hombre lo que determina la existencia, sino su existencia social lo que determina su conciencia”.[7]
La dignidad de la persona es un valor espiritual y moral inherente a la persona, íntimamente vinculado al libre desarrollo de la personalidad y a los derechos de la integridad física y moral, a la libertad de ideas y creencias, al honor, la intimidad personal y familiar y a la propia imagen, que se manifiesta singularmente en la autodeterminación consciente y responsable de la propia vida y que lleva consigo la pretensión de respeto por parte de los demás. Implica el respeto a la persona como ser humano y a los demás derechos inherentes al mismo.
Las tecnologías de la información son una herramienta fundamental para el desarrollo de la humanidad en esta época contemporánea, acelerando a velocidad inusitada infinidad de procesos encaminados a la satisfacción de infinidad de necesidades humanas; en ese contexto debe prevalecer una premisa antropocéntrica. Sin embargo es innegable que como cualquier herramienta, las tecnologías de la información pueden ser utilizadas en la comisión de conductas ilícitas, incluso delitos, que sin duda afectan a la persona humana y a la dignidad, por ello es importante que el orden jurídico bajo el principio pro homine regule el uso de las tecnologías de la información, tutelando la dignidad humana como bien jurídico, por lo que nos adherimos a la propuesta de Labastida como alternativa de derecho el “ciberhumanismo jurídico” y al derecho informático como instrumento para lograr tal cometido. En definitiva, el derecho es una herramienta de ingeniería social que indubitablemente dará el debido cause a las tecnologías de la información para el respeto de los derechos humanos.
[1] Gustavo Silva Gutiérrez. Derechos fundamentales y derechos humanos. México, Tirant lo Blanch, 2021, p. 241.
[2] J.W. Goethe. Fausto. México, Tomo, 2008, p. 81.
[3] Walter Brugger. Diccionario de filosofía. Barcelona, Herder, 1983, p. 424.
[4] Rafael Preciado, Hernández. Lecciones de Filosofía del Derecho. México, UNAM, 1984, pp. 84-85.
[5] En nuestro mundo, según Umberto Eco, las masas han impuesto su lenguaje y su estética propias.
[6] Fernando Savater. La aventura de pensar. México, Ghandi, p. 279.
[7] Mario de la Cueva. El humanismo jurídico de Mario de la Cueva. Antología. México, UNAM, 1994, p. 31.