Ciudades Fronterizas. “Yo disparé y alguien murió en México” (Primera parte)
“El agente de la patrulla fronteriza de Estados Unidos de América, Lonnie Swartz, disparó a través del cerco fronterizo de Nogales, Sonora, asesinando al adolescente, José Antonio Elena Rodríguez. Swartz justificó su agresión argumentando que gente aventó piedras del otro lado de la valla, una de ellas le pegó a un perro policía. Y agregó: ʻYo disparé y alguien murió en Méxicoʼ.”
Esta narración pretende retomar un problema crucial en la importancia de la defensa de los derechos humanos de las personas que se encuentran en alguna situación de vulnerabilidad: la discriminación y el acceso a la justicia para personas migrantes.
Ciudades fronterizas
Esta es la primera entrega de una serie de reflexiones sobre derecho, migración, discriminación y derechos humanos, que busca cuestionar nuestra cotidianidad y la normalidad que tanto extrañamos por la irrupción de la emergencia sanitaria por el Covid-9. Para muchas personas, sobre todo aquellas que se encuentran en situación de vulnerabilidad, esa normalidad siempre fue caótica, confusa y dolorosa. ¿Es posible hablar de derechos humanos en momentos de crisis e incertidumbre? Por supuesto que sí.
Estamos aquí para contar la historia de un adolescente mexicano, José Antonio Elena Rodríguez, una historia llena de violaciones a los derechos humanos, de precariedades, desesperanza y discriminación. ¿En dónde queda el discurso de la defensa de los derechos humanos en medio de una profunda historia de discriminación cultural? ¿Cómo activar los mecanismos de acceso a la justicia y hacerlos más asequibles para las personas que se encuentran en una situación de vulnerabilidad? Comencemos pues con esta historia, que es la de cualquier persona, migrante, nacional, en situación regular o irregular.
El agente de la patrulla fronteriza de Estados Unidos de América, Lonnie Swartz, disparó a través del cerco fronterizo de Nogales, Sonora, asesinando al adolescente, José Antonio Elena Rodríguez. Swartz justificó su agresión argumentando que gente aventó piedras del otro lado de la valla, una de ellas le pegó a un perro policía. Y agregó: “Yo disparé y alguien murió en México”. La autopsia realizada a José Antonio, en Sonora, demostró que había recibido diez impactos de bala.
Era el 10 de octubre de 2012. La noche llegaba a la ciudad de Nogales. La cotidianidad de la frontera no podía prever, o tal vez sí, la tragedia que no dejaría dormir a más de alguna persona en ese cruce fronterizo.
Ciudades fronterizas como Nogales tienen una peculiaridad mágica que no se encuentra en las ciudades céntricas, son un valle de colores, olores y sabores mezclados en una fiesta para el visitante, que lo subsumen en un descanso aletargado, y necesario. Las luces de las calles embrujan al caminante, sucumben como náufragos sedientos de agua al canto de las sirenas. Como campanas hipnóticas, atraen a todo tipo de curiosos para que se pierdan y los traguen los bares, discotecas, antros, casas de citas, cantinas, donde nadie conoce el nombre del otro, pero todos quieren sentir una piel diferente. Las avenidas de las ciudades fronterizas son culebras iluminadas por donde transitan los más aventurados, danzan al unísono de la voluptuosidad, para crear anécdotas de camaradería entre los ebrios de alcohol, amor y violencia, algo así como un sindicato de borrachos.
Las experiencias que se crean en esas ciudades fronterizas recrean los relatos nocturnos de José Joaquín Blanco que escribe en su libro Función de medianoche,para aglutinar sus preocupaciones y sus merodeos en las calles de la Ciudad de México; o los de Xavier Velasco, en su libro Luna llena en las rocas,que se abalanza para buscar licántropos y compañeros peculiares de viajes noctámbulos.
En las ciudades fronterizas hay tres tipos de personas: los residentes, los turistas, y los trabajadores migratorios. Los residentes forman parte del paisaje cultural autóctono, están acostumbrados al ir y venir de personas provenientes de diversos países. Están también los turistas, esos que llegan a perderse en las oscuridades de la urbe, lejos de sus conocidos, a un lugar donde nadie sabe su nombre. El placer del anonimato les da una especie de poder a los turistas para adentrarse a las entrañas y recovecos que rayan en los límites de lo legal, y de lo moralmente aceptado en sus lugares de origen.
Cada vez más cerca de las fronteras, las autoridades se responsabilizan menos, creen que ya es asunto de la nación vecina, y caen en un absurdo fronterizo, en donde ambas naciones piensan lo mismo. Se deja un hueco de irresponsabilidad internacional en la punibilidad de delitos y actos ilegales cometidos en las fronteras, vacíos legales que ni la jurisprudencia podría subsanar, de tal forma que no existe una persecución seria del delito.
Los turistas que buscan sensaciones o placeres que sólo les puede dar la franja fronteriza, son los que ante el delito o cualquier error que evidencie la perversidad de sus motivos, huyen al amparo de su país, en donde terminan por desvanecerse, dejan atrás olas de incertidumbre, se van con una sensación de triunfo, con sabor a rieles. Buscan las fronteras porque ahí a nadie se busca, y es fácil perderse.
En un carnaval constante, a las autoridades de las ciudades fronterizas, sólo le interesan los migrantes que no tienen documentos, es decir, aquéllos que pretenden ingresar al país de forma irregular, a través de túneles, saltando cercas y vallas, pecho tierra, con los ojos bien abiertos, arrastrándose con las piedras y el polvo que parece ser el único que los deja avanzar. Sus rodillas están cansadas de tanto agacharse, los talones les duelen por esquivar las piedras afiladas que calan hasta el tuétano.
Llegar a una ciudad fronteriza, es llegar a donde termina la patria, o donde comienza. Tijuana, otra de las ciudades fronterizas mundialmente conocidas por la diversión y la sensualidad que derrocha, tiene como slogan lo que podría ser la puerta de México: “Aquí empieza la patria”. Incluso, una escuela primaria de Tijuana se llama así: Aquí empieza la patria.
Para la gran mayoría, la patria termina en Tijuana, es la salida del país que los vio nacer, una oportunidad para no volver, y para volver a comenzar. Tijuana es esa ciudad que tiene como cinturón una muralla y la pobreza en la que viven las personas en situación de calle, para cohibir el intento de cuantos quieran ingresar a Estados Unidos de América, Tijuana es una ciudad de cruces desesperados. De tirarse a la loca…,[1] así lo narran los que han intentado el cruce hacia los Estados Unidos de América. Se requiere de un particular impulso, un frenesí improvisado y espontáneo que empuje a las personas a intentar atravesar la franja fronteriza, sin pensarlo, más con el corazón que con la razón.
La dialógica en la que podría moverse la ciudad de Tijuana es la de “aquí empieza la patria” y “aquí termina la patria”, porque en efecto, termina una patria para las personas migrantes que no encontraron el hogar donde dormir y construir una familia, donde descansar los pies cansados de buscar, termina una patria que no supo construir espacios dignos para sus habitantes. La patria se vuelve líquida y evanescente, no hay de donde sujetarse, y la vida termina anclada a los miedos que genera la violencia, la pobreza o el desempleo.
Pese a esta magia común, cada ciudad fronteriza tiene una esencia propia que la hace diferente del resto. Otro caso es el de Tecún Umán, departamento de San Marcos, Guatemala, en la zona fronteriza de Guatemala con México. En la década de los noventa, cuando los grupos delictivos, denominados “las maras”, apenas comenzaban a formarse y se disputaban el dominio de los territorios centroamericanos, cada día arrojaban un cuerpo frente a la puerta del templo del Señor de las Tres Caídas, Parroquia de Tecún Umán.
Una misa diaria, con un muerto diario, ya acostumbrados a levantar cuerpos inertes, sin nombre y sin identidad. Se presuponía que eran personas de la región, pero solo porque ahí los encontraron. Nadie llora a esos cuerpos, nadie reclama por su vida, nadie pregunta por qué o de qué murieron. La muerte flotaba en los aires fronterizos y continuamente aterrizaba, asomándose en medio de la vegetación abundante, para llegar a las puertas de los cruces fronterizos, sin causar ya el menor asombro en los presentes. La muerte en la frontera dejó de importar tanto como la vida.
Por último, en las ciudades fronterizas están los migrantes que no tienen documentación, los que se quedan en la periferia, debajo de los puentes, en los albergues, en las casas del migrante, los que pueden pagar el hospedaje del hotel, lo que quieren trabajar, lo que no dejan de luchar. Llegan a esas ciudades sin identidad propia, sino con identidades infinitas, con lenguajes ya entremezclados, con muros construyéndose y con fronteras próximas. Los migrantes sin documentación regular son los que alfombran los suelos de las ciudades fronterizas, con un puñado de esperanza en los corazones y los ojos vigorosos dirigidos hacia el otro lado de la frontera.
Son las ciudades fronterizas, historias de esperanza y de muerte, de lugares de paso, y a los que se desea volver. Así es Nogales. No tan grande y cosmopolita como Tijuana, no tan conflictiva como Tecún Umán, pero sí con ese toque de transición entre el ser mexicano y el ser estadounidense.
Volvamos al miércoles 10 de octubre de 2012. Cerca de la medianoche, al pie de la línea (como le dicen en Nogales a la valla metálica que divide Estados Unidos de América y México), sobre la calle Internacional paralela a la frontera, cayó el cuerpo inerte de José Antonio Elena Rodríguez, fulminado por las ráfagas que lo embistieron. ¿Quién disparó? El agente migratorio, Lonnie Swartz.
El testimonio del agente migratorio señala que él se asumía como un flanco constante de ataques de piedras por parte de adolescentes y jóvenes del otro lado de la frontera, como táctica de distracción para evitar la detención de los narcotraficantes que aprovechaban la pequeña trifulca para ingresar o regresar por diversos puntos de línea fronteriza. Para Lonnie Swart, José Antonio Elena Rodríguez era un narcotraficante.
El caso sobre el homicidio de José Antonio Elena Rodríguez es emblemático porque es la primera vez en la historia de los Estados Unidos de América que un agente migratorio fue puesto a disposición de la justicia norteamericana, por haber asesinado a una persona de otra nacionalidad desde el otro lado de la frontera.
Para el agente de migración el disparo obedeció a una acción de defensa personal, ya que José Antonio le estaba arrojando piedras. Por otra parte, familiares de José Antonio Elena Rodríguez, manifestaron que él venía de jugar basquetbol, cerca de una cancha que se encuentra a unas cuantas cuadras del lugar del asesinato. El racismo y la discriminación matan, violentan derechos humanos, de mexicanas, mexicanos, migrantes, refugiados. ¿Qué ocurrió después? ¿Hasta dónde llegó la justicia?
[1] Óscar Martínez. Los migrantes que no importan. México, Sur Ediciones, 2016, p. 167.