El pasado 31 de octubre de 2025 Janine Madeline Otálora Malassis concluyó su periodo como magistrada de la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, luego de informar al Senado de la República su decisión de respetar el nombramiento de nueve años para el que originalmente fue designada el 20 de octubre de 2016, y no así la extensión del cargo hasta el año 2027 prevista en el artículo cuarto transitorio del decreto de reforma del Poder Judicial, publicado en el Diario Oficial de la Federación el 15 de septiembre del año pasado.
Con su partida, la máxima autoridad jurisdiccional electoral del país queda nuevamente integrada de forma incompleta, ya que hasta antes del 1 de septiembre de la presente anualidad, cuando rindieron protesta las personas ganadoras en la elección judicial, dicha autoridad sesionó durante casi dos años con solamente cinco de las siete magistraturas que la conforman, a raíz de las vacantes generadas en 2023 por la conclusión del encargo de dos magistrados. Entre esas cinco magistraturas, se encontraba Otálora Malassis.
Pero más allá de generar una nueva vacante y un dilema sobre el criterio que imperará para cubrir este espacio, la decisión de la ahora ex magistrada marca un parteaguas en el futuro de un tribunal que no pocas veces se ha situado en medio de la coyuntura del contexto político actual, pues las propuestas y argumentos sostenidos por ella aminoraban las críticas dirigidas a las resoluciones que frecuentemente son asumidas por el voto mayoritario de las magistraturas de esta autoridad.
Así como es habitual que los desacuerdos dentro de cualquier órgano colegiado formen parte de la labor diaria para la emisión de sus determinaciones, también la presencia excesiva de opiniones unánimes impacta negativamente en la calidad de esas determinaciones, toda vez que la falta de discusión derivada de la existencia de distintas posturas sobre un mismo asunto repercute en la búsqueda de soluciones más justas y apegadas a Derecho; y es precisamente en este punto donde la permanencia de la jueza saliente cobraba relevancia, al integrar el bloque minoritario en aquellos casos que involucran los intereses políticos de quienes ostentan el poder.
Tal ha sido la importancia histórica de obtener un fallo favorable en este tipo de controversias, que entre los años 1824 y 1987 las personas diputadas y senadoras que acababan de ser electas para renovar el Poder Legislativo se constituían en Colegios Electorales (uno por cada Cámara del Congreso de la Unión) con el objeto de declarar la validez de su propia elección[1]; por lo que era prácticamente imposible que decidieran que esta última carecía de legalidad. Aun cuando esta circunstancia tuvo un cambio en 1987 con la creación del Tribunal Contencioso Electoral, de cualquier forma su actuación era examinada por los Colegios Electorales, fungiendo como la instancia final con atribuciones para modificar o revocar las sentencias dictadas por aquél.
Ante un sistema de impartición de justicia con un alto grado de intervencionismo político y después de la crisis de 1988 ocasionada por los resultados de la contienda presidencial, en 1990 se creó el Tribunal Federal Electoral, al que en 1993 se le otorgó la facultad de revisar de manera definitiva e inatacable las elecciones de diputaciones y senadurías; manteniéndose únicamente la instauración del Colegio Electoral de la Cámara de Diputados para la calificación de la elección presidencial.
Con la incorporación del Tribunal Electoral a la estructura orgánica del Poder Judicial de la Federación en 1996, México contó con un verdadero sistema contencioso jurisdiccional en materia electoral, al eliminarse por completo la implementación del Colegio Electoral; lo que tuvo como consecuencia que las determinaciones adoptadas por ese Tribunal estuvieran alejadas de cualquier influencia política externa.
Así, en este nuevo modelo de autonomía e independencia que apenas cumplió sus primeros treinta años, la Sala Superior del Tribunal Electoral ha contado con tres integraciones (cada una con siete magistraturas diferentes) que corresponden a los periodos que abarcan de 1996–2006, 2006–2016 y 2016–2027, siendo la última en la que el Senado designó a Otálora Malassis; quien consideró, como se mencionó anteriormente, que lo más adecuado era culminar con su investidura sin optar por dos años adicionales.
Si bien en principio esta decisión no generaría alguna reflexión extraordinaria, la razón de su relevancia radica en la polémica que han generado las dos ampliaciones al periodo de funciones de la actual composición del órgano jurisdiccional en cuestión, así como la aceptación que han asumido quienes resultaron favorecidos por ellas.
Al respecto, la reforma político-electoral de 1996 modificó el artículo 99 de la Constitución Federal, en el que además de reconocerse la referida incorporación del Tribunal Electoral al Poder Judicial de la Federación, se previó que las magistraturas electorales de la Sala Superior permanecerían diez años en su encargo; periodo que se mantuvo hasta el año 2007, cuando una diversa reforma redujo dicha duración a nueve años y estableció que la elección de las personas magistradas que formaran parte del Tribunal Electoral sería de manera escalonada.
Lo anterior dio como resultado, primero, que la Sala Superior fuera renovada en su totalidad tanto en 2006 como en 2016, dado que los nombramientos de las siete magistraturas de las primeras dos integraciones terminaban al mismo tiempo, una vez concluidos los diez años; y segundo, que las otras siete magistraturas que iniciarían sus funciones a partir de ese último año, serían designadas por periodos distintos para ejercer el cargo, por ser ésta la única forma posible de respetar la renovación escalonada prevista en el artículo 99 constitucional.
Así, en 2008 se publicó el decreto que reformó la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación, en cuyo artículo cuarto transitorio se dispuso el régimen escalonado que se implementaría para el nombramiento de las nuevas magistraturas electorales de la Sala Superior que comenzarían su mandato el 4 de noviembre de 2016. Conforme a este transitorio, el 20 de octubre de 2016 el Senado eligió y tomó protesta a José Luis Vargas Valdez e Indalfer Infante González por un periodo de tres años; Felipe Alfredo Fuentes Barrera y Reyes Rodríguez Mondragón por seis años; así como Felipe de la Mata Pizaña, Mónica Aralí Soto Fregoso y Janine Madeline Otálora Malassis por nueve años.
No obstante, el 3 de noviembre siguiente se publicó otro decreto que reformó el mismo artículo cuarto transitorio, con la finalidad de ampliar el tiempo de los nombramientos de las personas recientemente designadas. En ese sentido, los periodos de los magistrados electos primigeniamente por los periodos de tres y seis años durarían ahora siete y ocho años, respectivamente; y a quienes les correspondía el periodo de nueve años conservarían su nombramiento en los mismos términos, puesto que ya cumplían con la temporalidad señalada en la Constitución.
Aunque esta ampliación se defendió en el Senado con el argumento de proteger la estabilidad temporal en el ejercicio del cargo para el adecuado desempeño de las funciones electorales (aspecto que incluso fue convalidado por mayoría de seis votos a favor y cinco en contra del Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, al analizar la impugnación del decreto en comento), lo cierto es que esta situación generaba duda sobre las verdaderas intenciones de los grupos parlamentarios en tal entonces mayoritarios, ya que los conflictos mediatos de mayor interés político que se avecinaban serían resueltos por la composición del Tribunal elegida por ellos.
Paradójicamente, en distintas condiciones y con diferentes actores, la reforma judicial publicada el 15 de septiembre de 2024 amplió por segunda ocasión el periodo de las magistraturas en funciones de la Sala Superior, para el efecto de que permanezcan hasta el año 2027; pero Otálora Malassis rechazó esta extensión, respetando el periodo fijado desde el momento en que tomó protesta del cargo.
De esta manera, ella se convirtió en la única persona que no se benefició de las dos ampliaciones a los periodos de las magistraturas del Tribunal Electoral, ya sea porque su nombramiento se mantuvo intacto por el decreto modificatorio de 2008, o porque se abstuvo de continuar en el desempeño de sus funciones cuando aquél sí fue afectado por la reforma judicial. Y aun cuando en la carta que presentó ante el Senado para comunicarle su separación no expresó los motivos de su decisión, las razones subyacentes estaban claras: nada por encima de la dignidad y las convicciones personales.
En lo jurídico, sin dejar de lado su trayectoria como integrante de la Sala Regional Ciudad de México y como titular de la Defensoría Pública Electoral para los Pueblos y Comunidades Indígenas, su legado quedará plasmado en las sentencias (entre las que se encuentra la que revocó la designación del gobernador interino de Nuevo León realizada por el Congreso Local, debido a que su elegibilidad se apartaba del sistema de separación de poderes previsto en la Constitución) y votos (fue la única que se pronunció en contra del asunto relacionado con la sobrerrepresentación de las diputaciones de MORENA en el Congreso) presentados desde su ponencia, en los que demostraba la solidez de sus argumentos.
Pero en lo humano, su separación será recordada como un ejemplo de valentía para todas aquellas personas que en el ámbito laboral alguna vez se han visto en la encrucijada de decidir entre privilegiar el interés individual o defender la integridad personal. Porque, recordando las palabras de otro gran juez constitucional que se vio obligado a renunciar a su puesto por motivos semejantes, a veces lo importante no es aferrarse al cargo, sino saber cuándo dejarlo con gracia.
Referencias
[1] La elección presidencial era validada por el Colegio Electoral constituido en la Cámara de Diputados.








